¿Y si le digo Te amo?

Es que no puedo ocultar el miedo que me da. 😬

Aunque ella lo sabe ya.

O creo que así es, pues se lo he dicho de mil maneras.

Y lo he demostrado, además.

🤔 ¿Será que mis magnitudes distan mucho de las de ella?

Pero ahora, con tantas cosas de por medio, no sé por dónde empezar.

Está esperando a que le diga. ¿Será?

Total, que no me animo, mi corazón hecho pedazos está. 💔

Y, aunque reconstruido, sí, muy frágil que está. ❤️‍🩹

¿Y si llamo nada más?

Pa’ que conteste y yo diga Te amo, y colgar.

Y si piensa ¡Ay! ese enfadoso está igual.

O aún peor ¡Ay! este cabrón sigue igual. 🤬

O que mis palabras suenen huecas. Y ya ni caso haga.

Tal vez mi tanto insistir le ha causado malestar.

Y lo tome como falso. Como nomás por hablar.

Pero ¿qué hago con todo eso que traigo dentro?

Casi a punto de explotar. 💥

¿Y si le digo Te amo, nada más pa’ desahogar?

No encuentro una forma chusca, que no cause fastidiar.

Ni una muy franca y decente, que aterre de seriedad.

Ella siempre con sus cosas, son muchas.

Y yo y mi pensar y pensar:

¿Y si por no decir algo se junta con alguien más?

¿O será que desde antes con alguien está?

Y no me he dado cuenta o no lo quiero aceptar. 😔

¿O si digo demasiado y me equivoco al hablar?

¿Y si no encuentro la forma de expresar con claridad?

Ya no sé qué más creer.

Ya no sé qué más pensar.

Ya no sé qué más hacer.

Y no sé a quién más amar.

¿Y si le digo Te amo?

¿Cómo? ¿cómo?

¿Y si le mando una carta? Bien escrita. ✉️

¿Y si me le paro enfrente? Pa’ besarla. 😳

Y si no le hago la lucha, ¿mejor será?

¿Y quedarme para siempre con la curiosidad?

La neta, la neta neta.

Ni por dónde comenzar.

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Sin reflejos.

Terminaba el sofocante verano del 2031, iniciaba septiembre con una temperatura apenas pasable, pero mucho mejor que los meses anteriores, los cuales habían quemado miles de hectáreas en los bosques del norte y de Australia, haciendo daño también a poblaciones enteras, las cuales en cuestión de días habían sucumbido a las feroces llamas. Muchos lugares del hemisferio norte habían cambiado su geografía en cuestión de meses.

Miles de personas fallecieron no solo por haber sido atrapados sin salida, sino también a causa de la inhalación del humo, el cual cubría grandes áreas, envolviendo en algunos casos estados, provincias y hasta países enteros. Y por supuesto también por falta de hidratación.

La incapacidad, ignorancia y corrupción de los gobiernos anteriores propiciaron que la crisis climática se acelerara sin que los pobladores pudieran impedirlo.

Cuando todos creían que habría un respiro gracias al otoño cada vez más cerca, los astrónomos y las agencias espaciales comenzaron a sonar la alarma: algo se acercaba a la tierra a velocidades nunca antes detectadas. Aunque cualquiera que fuera lo que venía, pues no atinaban a decir si era un meteoro, un cometa, o algo más; era que los espectrómetros de masas indicaban la presencia de algo masivo y con elementos varios, principalmente metálicos, acercándose.

Según los cálculos, daría con la tierra aproximadamente el cuatro de septiembre.

Los gobiernos instaban a los ciudadanos a no actuar en pánico, pues aún no se sabía qué era lo que venía; los ciudadanos del mundo reaccionaban de distintas formas: algunos daban todo por perdido, otros dejaban de hacer sus actividades cotidianas, se preparaban haciéndose de armas existentes y fabricando rudimentarias. Los países con mejor armamento trazaban planes de ataque hacia el espacio, pero nada de lo tenido podría llegar a hacer daño a algo que no se sabía lo que era y mucho menos hacia o fuera de la atmósfera.

El dos de septiembre el mar comenzó a dejar de moverse. Muy imperceptiblemente al principio, pero para el tres, pareciera que las olas eran cosa del pasado. Lo extraordinario era que no estaba congelado, ni siquiera frío, simplemente no había movimiento, la marea había cesado, no había oleaje ni resaca, los peces seguían bien, pero la superficie era tan plana como si fuera un lago canadiense.

Y entonces llegó la oscuridad.

Algo como un velo gris cubrió el planeta entero. La mayoría de gente se arrodillaba y rezaba suplicante, sintiendo que todos moriríamos, pero, al igual que con el agua, la luz del sol que se filtraba por el opacado cielo seguía calentando. Todo mundo dejó de trabajar, y se pegaba a los canales noticieros para saber qué estaba sucediendo.

Cuando todos los aparatos electrónicos dejaron de funcionar, comenzó el pánico, aunque la interrupción solo duró la madrugada del día cuatro.

Al ir clareando el alba nos dimos cuenta de que el mar había vuelto a la normalidad, y ya no había manto gris cubriendo el planeta, pero ahora cuatro magníficas estructuras, semejantes a triángulos equiláteros de cientos de kilómetros de área, se habían posicionado alrededor del planeta a distancias equidistantes unos de otros, y prácticamente entre la luna y la tierra, o eso era lo que calculaban los astrónomos.

Nadie sabía que hacer, ni los gobernantes ni los científicos, ni los militares, y mucho menos la gente común.

Y entonces, exactamente a las 10:00am hora del centro, En todos los aparatos capaces de recibir frecuencias eléctricas, desde teléfonos hasta las gigantescas pantallas de los estadios, sonó un tono semejante a una alarma de despertador, y luego una voz neutra no manifestando emoción alguna, y sin tono femenino ni masculino, diciendo algo por espacio de 19 segundos.

Terminó el mensaje y de inmediato los triangulotes comenzaron a iluminarse. Puesto que eran tan enormes, todo el mundo podía ver a por lo menos uno de ellos, incluso en donde a esa hora era de noche, pues lograban proyectar su sombra en la luna, la cual en momentos parecía un pac-man forzado.

Cuando los triangulotes se llenaron de una casi imperceptible luz violeta, súbitamente desaparecieron. Como si hubiera sido un efecto especial de película. Sin sonido, sin rastro.

En ese mismo momento los astrónomos informaron que se alejaban a la misma velocidad a la que habían llegado. Y que, al parecer, se habían “ensamblado”.

Los gobiernos comenzaron a indagar unos con otros qué idioma era el que la voz había utilizado, pues no era ninguno de los mayores; algunos decían que era seguramente uno de áfrica, los africanos decían que debía ser de los nativos de Norteamérica, los indios decían que más bien parecía del medio oriente. Y así pasaron muchos minutos en los que las redes sociales se inundaban de opiniones, pero nadie atinó a identificar el idioma. Nadie.

Aquellos que habían grabado la voz la reproducían una y otra vez, más lento, más rápido, inversa. Nada.

Fue hasta entonces que todos comenzamos a darnos cuenta de lo que realmente había sucedido. Todos los vidrios de ventanas, pantallas, espejos, vasos, botellas, parabrisas, cuadros, teléfonos, absolutamente todos los vidrios se encontraban ahora con una capa delgadísima de algo semejante a polvo, pero tal filme estaba adherido al vidrio por dentro.

Podíamos aun usar todo sin problema, lo único era la capa esa omnipresente. Todo cambió: los edificios se veían totalmente distintos, los vehículos, los cuadros en las paredes, todo.

Fue cuando algunos gritos de desesperación, miedo e incredulidad comenzaron a sonar que por fin nos dimos cuenta: nada reflejaba. Mas los vidrios permitían ver a través de ellos.

Ni los espejos de los carros, ni los de las casas, y ni siquiera un teléfono apagado reflejaba nuestra cara al tenerlo a centímetros de la misma.

El tráfico vehicular se hizo más lento y al mismo tiempo peligroso, los vehículos grandes, tan dependientes de sus espejos, quedaban atascados a la hora de tratar de maniobrar una vuelta o una reversa.

Los conductores menos hábiles comenzaron a causar accidentes, a pesar de que ya todos manejaban mucho más lento que antes.

Para las personas que estaban acostumbradas a alinearse, maquillarse, o afeitarse, súbitamente dejaron de poder hacerlo. Los salones de belleza y barberías de repente tenían largas filas sin fin.

Algunas personas en su desesperación y enojo, quebraban los vidrios, los espejos, todo aquello que les había sido útil era ahora motivo de frustración.

Varios plásticos oscuros sí reflejaban las cosas, pero era definitivamente distinto ver esos deformes reflejos a los de un espejo. El agua sí reflejaba, pero era impráctico estar viendo hacia abajo en una palangana o un charco o un lago sereno para poder verse.

Por cierto, los fabricantes de vidrio quedaban perplejos porque sus procesos eran exactamente los mismos, pero al crear un nuevo vidrio, éste al enfriarse le aparecía la capa equis, como por arte de magia.

En todos los medios seguía la indagación sobre el idioma que la voz había utilizado para dar el mensaje, pero pasaron tres días y todos comenzamos a perder la esperanza de que alguien hubiera entendido. Ni siquiera la IA lo había logrado: dando como resultados barbaridades que solo causaban risa.

Pasó una semana en la que comenzamos a acostumbrarnos a la falta de reflejos. Cada vez más despeinados, barbones, desmaquillados, desalineados, y en general menos coordinados en cuestión de ropajes y sonrisas.

Y entonces comenzó a suceder el milagro.

Puesto que los científicos no podían explicar el fenómeno de las aguas calmadas ni el velo del planeta, se enfocaron a investigar lo que realmente eran los triángulos: de qué estaban hechos, sus dimensiones reales, su procedencia, etcétera. Para ello se formaron comités internacionales dedicados exclusivamente a ese fin.

Los lingüistas seguían en su búsqueda infructuosa por identificar el mensaje, y también formaron alianzas entre países que dedicaban grandes fondos para investigar hasta en los pueblos cuyos dialectos estaban casi en extinción. De seguro el mensaje era importantísimo, y pues habría que descifrarlo.

La cooperación entre países comenzó a solidificarse ante tan poderosa muestra de tecnología proveniente de quién sabe dónde, se forjaron pactos militares de cooperación. Muchos conflictos armados cesaron de inmediato.

Las leyes de tránsito y las formas de conducir comenzaron a cambiar:  las velocidades máximas, los tiempos de espera en un crucero, la necesidad de que en vehículos de mayor rodado hubiera por lo menos dos personas, y así. También se crearon nuevos puestos: ayudantes de estacionamientos, valets, más choferes…

Se veía más gente en la calle corriendo o en bicicleta o caminando, y además platicando unos con otros.

Comenzamos a dormir mejor, a alimentarnos bien, tanto así, que algunas empresas fabricantes de comida chatarra dejaron de producir; y no por cuestión de bancarrota, sino porque los dueños simplemente se avergonzaban de haber estado envenenando a la gente. El consumo de drogas, de alcohol, de tabaco, de estupefacientes bajó drásticamente.

Las fábricas de armas también dejaron de producir, y algunas hasta ofrecieron destruir las armas existentes. La mayoría de los países estuvo de acuerdo.

Lo mejor de todo fue que comenzamos a tocarnos, a platicar más, a querernos, a sentirnos, a escucharnos.

Unos a otros nos peinamos, nos afeitamos con mucho cuidado eso sí. Nos maquillamos, queríamos que la persona a la que le hacíamos algo quedara lo mejor posible, y ellas en reciprocidad hacían lo mismo. Para poder apreciar el resultado del peinado o del maquillaje o lo que fuera, al terminar nos tomamos fotos, y varias, además: de frente, de un perfil, del otro: de cuerpo completo.

Eso nos hizo reaccionar y entonces nos dedicábamos a convivir más tiempo en contacto humano.

Bajaron las frustraciones, se incrementó la amabilidad, se establecieron nuevas reglas laborales en cuestión de horas y lugares de trabajo, y también de paga.

Fue curioso como el simple hecho de que no pudiéramos ver nuestro reflejo en superficie alguna nos hiciera apreciar a los demás. Los juegos en línea cayeron, dando paso a las pláticas y risas de los juegos de mesa. Los padres dedicaban más tiempo a las tareas escolares de los hijos, y también a leerles o contarles un cuento a la hora de acostarse.

Los maestros comenzaron a sentirse mejor, pues los alumnos ya ponían atención y sus calificaciones mejoraron. Los vendedores se desvivían por satisfacer al cliente, la burocracia comenzó a ser efectiva, los rivales políticos se felicitaban cuando uno era elegido, y los perdedores se ponían a sus órdenes en caso de ser necesitados… Todo cambió. En cuestión de meses.

En enero, unos turistas norteamericanos en Playa Azul, Costa Rica, trataban de utilizar la grabación del mensaje de otro mundo en una canción de rap. Tenían media hora tratando de pronunciar las palabras cantando a un ritmo, y luego a otro, y entre risas se criticaban el no poder hacerlo.

Una vendedora de cocos de muy avanzada edad estuvo escuchándolos todo el tiempo, y entonces se acercó y quiso preguntarles algo, pero ella no hablaba francés y ellos tenían muy poco español. La señora decía cosas y hacía gestos señalando las bocinas, sus oídos, y su boca. Un muchacho que observaba la escena reaccionó y corrió hacia uno de los hotelitos del lugar, trayendo también corriendo a una mujer. Ésta hablaba francés.

La viejecilla decía que su abuelo, nacido en el norte de Belice, le hablaba con esas palabras y en ese idioma cuando ella era una niña.

El descubrimiento fue noticia inmediata, los lingüistas y antropólogos se concentraron en los mayas. La viejecilla fue llevada a un lugar en donde la grabación se reproduciría claramente, y psicólogos y especialistas en lenguajes le ayudarían a recordar y a encadenar aquellas palabras cuyo significado no fuera claro.

Tratándola como la persona más importante del mundo, el proceso de traducción tomó dos semanas, pues los científicos querían estar seguros de que cada palabra que ella pudiera identificar encajara bien con las que no.

Para mediados del siguiente año ya todos estábamos distintos, se notaba el respeto entre desconocidos, la contaminación del aire y las aguas bajó, se percibía el aura de las personas buenas, los gobiernos ahora sí se enfocaban al pueblo y no a intereses de partido, algunas fronteras dejaron de ser tales, la producción de alimentos sanos se elevó al tiempo que el consumo de carne cayó, se liberaron las mascotas exóticas y se prohibió la caza, las personas que vivían en la calle o bajo puentes ya tenían un lugar, los vehículos transportaban más personas en vez de solo el conductor, hubo más fiestas imprevistas en las plazas públicas, los parques se atiborraban de familias y los niños jugaban de todo, desde futbol hasta You’re It, y con ello, las risas infantiles opacaban hasta a los cantos de los pájaros.

Todo mejoró.

Fue también que en esos meses de verano todos notamos que la capa grisácea que habían creado en todos los vidrios cada vez era menos notoria y ya los reflejos comenzaban a darse. Primero en lo útil: los instrumentos dentales, quirúrgicos, y de laboratorio, los telescopios, las celdas solares, y así. Y después y más lentamente en los menos necesarios. Era seguro que desaparecería por completo en menos de dos años.

Lo cual ya no importaba, ya no eran imprescindibles los reflejos: todos queríamos seguir atendiéndonos unos a otros.

¡Ah, sí! La traducción del mensaje que la mayoría estuvo de acuerdo, pues al parecer la mitad del mismo no se le encontró significado:

“Ve hacia afuera. Te atiendes, te quieres, te cuidas y creces cuando lo haces en los demás y en todo lo que te rodea.”

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Las cuatro Cs de las relaciones.

Estas son algo en que las personas maduras tienen mucha experiencia, y por consiguiente se vuelven cláusulas legales en algunos contratos matrimoniales y eclesiásticos.

Independientemente de qué aplica en la sociedad equis o ye, o en el gremio zeta; es fundamental contar con 4 Cs:

+ Comprensión

+ Comunicación

+ Confianza

+ Cuidado

Estas son las columnas que sostienen la estructura de la relación.

Comprensión: no precisamente el entender lo que la otra persona dice, sino darnos cuenta de la individualidad de cada quién, y poner de nuestra parte para ser asertivos y pacientes con las ideas, pensamientos, emociones, y creencias del otro.

Comunicación: es fundamental no solo desear y tratar de transmitir nuestros intereses, planes, e ideas, sino también ser buenos receptores y cooperar en los diálogos, enfocándonos a la información que recibimos, sin interrupciones ni suposiciones, sino a un verdadero ejercicio de escucha activo.

Al transmitir, ser lo más claro posible teniendo en cuenta que el receptor tiene filtros, experiencias y conceptos distintos a los que nosotros tenemos.

Ésta debe darse puntual y natural, si hay algo importante qué transmitir no hay que esperar a que el otro pregunte o a que pase el tiempo. En ese momento debe darse.

Confianza: ésta siempre existirá desde el mismo momento en que comienza la relación, pero es muy delicada y hay que estar manteniéndola todo el tiempo, día con día. Las incoherencias, los engaños y las omisiones merman drásticamente el valor de la confianza. Es muy difícil recrearla al nivel inicial y aún más difícil hacerla plena. Nuestros valores son un sostén para la confianza. De nosotros depende el mantenerla por medio de la honestidad y la congruencia en nuestros actos y palabras.

Cuidado: no precisamente el de estar espiando al otro o de curarle las heridas, sino el proporcionarle el debido aprecio que se merece. Sin burlas, ni infidelidades, ni manchando su reputación, ni tratándolo como a un inferior, ni descortesías.

Respeto, prácticamente.

Cuando alguna de estas 4 Cs se agrieta o resquebraja, la estructura no resiste igual. Si alguna C se destruye, es posible que las otras 3 aún puedan sostenerla, aunque sufriendo terrible presión.

Si 2 Cs caen, es imposible que la estructura exista, pues es ya una demolición total.

Algunos le daremos más importancia a una C que a las otras, o tal vez igual peso a dos de ellas, pero independientemente de cuál es la que consideramos como menos necesaria, ésta al fallar comienza la destrucción de la relación.

Si tuviera que agregar una quinta C, sería ésta: Cultiva las otras 4.

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Las afectadas partes de mi cuerpo.

Son muchas. Casi todo.

Despertar al estirar el brazo tratando de tocarte y no percibir contacto.

Voltear a cada rato de la cocina hacia la recámara o de ésta hacia la sala, queriendo que por arte de magia te aparezcas. Aunque no te vea claramente, solo saber tu presencia cerca.

Mirarme al espejo en la mañana, sin ganas de arreglarme ni el cabello siquiera, notando las oscuras ojeras que se han formado por, de, y para ti.

O al bañarme, cuando me tallo la espalda, queriendo que en lugar de un estropajo o cepillo sean tus dedos y tus uñas las que se deslizan por ella.

El silencio de las noches sin tu voz y ni siquiera tu respirar me ensordecen. Curioso como la ausencia de sonido causa tan alterno efecto en mi oído.

Veo mis manos una y otra vez prácticamente todo el día, y no sé qué hacer, y se acarician una a la otra tan seguido cual es posible, pues se sienten desnudas de no estar sus dedos entretejidos con los tuyos.

Hablo solo y sonriendo, como queriendo que me escucharas y me respondieras y poder oír esas respuestas, aunque fuese un monosílabo… pero nada.

Y eso de voltear de un lado a otro es en todos lados, no únicamente en casa, hasta cuando voy por la calle desesperadamente viendo figuras semejantes a tu cuerpo, para en alguna de ellas encontrarte de nuevo. Para por lo menos saberte ahí, aunque no pueda saludarte, aunque la vista me engañe y no seas realmente tu…

Lo peor es la boca. Me muerdo los labios ya tan seguido, que la gente ha de pensar que tengo una deformación bucal.

Y esto que te digo es únicamente la cuestión corporal. Lo cual es fácil de entender.

Lo peor pasa en mi mente, no solo está afectada, está transformada. ¿Trastornada?

Y tanto, que tratar de especificar cómo, sería un intento fútil.

Incluso para mí.

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Te invito a mi funeral.

Te invito a mi funeral

Ya está muy cerca la fecha

Habrá tequila y mezcal

Y también mucha cerveza

Sí, así dirá la invitación para que todos vengan.

Si solo les dijera que ya voy a morirme, nadie haría caso.

Pero así, con alcohol de por medio, es más probable que se presente un buen porcentaje de familia, amigos, conocidos, y hasta gorrones que ni siquiera saben quién soy. O quién fui.

No decido qué música han de tocar en el velorio. El mariachi escandaliza mucho, el rock, ni se diga. Y las piezas de música clásica que a mí me gustan, de seguro ponen más tristes a los espectadores. Porque eso serán: asistentes a un espectáculo morboso para algunos y cómico para otros. Sobre todo, si es que la obstinada y stultissimi familia de mi esposa insiste en que no se lleve a cabo mi deseo de vestirme no con traje, sino con mis pantalones de manta blancos, cinturón bordado, camisa rosa de algodón, y huaraches abiertos. Así, así nada más, sin calzones ni calcetines.

Eso sí, con mi reloj Casio que tantos años le ha durado la batería.

Lo que no he decidido aún es lo que ha de decir mi lápida porque no quiero que me sepulten, sino que me cremen. Pero, por las razones indicadas en el párrafo anterior, es seguro que con su ad extremis fanatismo religioso también querrán que se me entierre: “…al cabo que ya está muerto, tú. Ni modo que resucite pa’ decirnos que quiere pira. No le aunque que los escuincles también sepan que quería ser achicharrado. Les exponemos, si es que preguntan, y ya. ¿Edá? Ansina mesmo le hacemos.”

Le indiqué a mi albacea en dónde dejaría un sobre cerrado en mi cuchitril en caso de que ella perdiera el que yo le entregué, conteniendo copia fiel de mis últimos deseos, suponiendo que ella sí pueda enfrentar las hordas de mi familia putativa, y hacer valer mis palabras escritas, so pena de enfrentar la ley. Aunque no sé si ese tipo de cosas sean incluidas en los muchos y gruesos y empolvados tomos leguleyos que nunca nadie toca.

Además, puesto que fue la más barata que encontré y ya le pagué, es capaz de que decide nada hacer. Sobre todo, porque mi herencia hacia mis dos pobres hijos consiste en muebles pasados de moda y un buen número de libros de los clásicos, o sea, aquellos que ya nadie lee. El dinero no les alcanzará ni para comprar una computadora Apple.

Incluyo también a Camila en esa herencia. Pues la señora que de vez en vez me acecha y alcanza en la calle para pedirme dinero amenazando que, si no le doy, va a contarle a todo mundo que hace dieciocho años en las fiestas de San Pedro ella y yo nos embriagamos y acostamos, siendo fruto de tan apasionada, agradable y vergonzosa noche, Camila. Por eso.

Esto, a pesar de mis protestas argumentando que no la recuerdo a ella, ni a haber estado briago hace dieciocho años, y ni siquiera a haber acudido a las tales fiestas patronales. En fin, no pide mucho, y nada me cuesta darle lo que me gastaría en cuatro o cinco Grande Matcha Latte Frappuccinos del estarbux.

Mmh… Tal vez sea necesario también incluir comida en la inviteishion, de preferencia picante, pues aquellos que no toman ¿cómo le hago para que suelten la lágrima?

Algo así como:

También habrá gran taquiza

Buche, tripa, y longaniza

Y al pastor, vegetarianos

Para los buenos veganos

Por lo anterior también se me ocurre que debo contratar plañideras, aunque todavía no sé dónde buscarlas, siento que serán necesarias. Porque si acaso me llora alguien va a ser o porque ya está bien borrascas o porque alguna vez me prestó dinero y nunca me acordé de pagarle.

O quizá lagrimee o hasta solloce una del único par de admiradoras que siempre me coqueteaban y lanzaban indirectas para ver si les daba cabida en mi corazón. O en mi cama.

Lo que ellas no saben, por más que yo les regresaba las indirectas, según yo muy sutilmente, es que mi corazón está hecho pedazos. No podría albergar ni a una abejita.

¿Y en tu cama?

Esperaba que nadie preguntara, pero bueno, ahí te va: hace tantos años que no tengo relaciones con el género opuesto (sí, ni con ella) que mis músculos pélvicos se sienten tan tiesos que parecería un robot oxidado, además de que dudo que mi tímido y pequeño órgano sexual tenga memoria de cómo se hace eso, yo creo que su sueño es tan profundo que quizá su funeral debió haber sido mucho antes que éste que viene.

Ayer acudí a las oficinas del registro civil para pedir me expidieran un certificado de defunción postpuesto, pero el encargado del departamento se negó redondamente. Bien curioso, quien me atendió en ventanilla se apellidaba Obeso, y estaba más escuálido que mi pierna izquierda; y su supervisor, Delgado, es seguro que pesaba más de 150 kilos. Por eso es por lo que no se negó rotundamente, sino redondamente.

Por más que insistí y le di fechas y todo, dijo que no se puede expedir dicho documento sino hasta que el forense declare que la persona ha dejado de respirar. Bien raro que todo el tiempo ambos me veían con los ojos bien abiertotes.

Regresando al tema principal de este cuasi monólogo: lo que me tiene piense y piense es mi epitafio. Sé que algunas personas también piden que la nota diga algo breve y positivo del interfecto, pero no se me ocurre qué decir de mí mismo que no suene exagerado, no tengo algo que resalte por sobre los demás: mencionar alguno de mis muchos logros artísticos por encima de los atléticos o académicos no me convence, tampoco el hacer énfasis en lo excelente padre que he sido, principalmente para Camila, a pesar de nunca haberla visto.

O que diga algo así como “Aquí yace el único doctor en zoología lumbricoide… ” pero no sé como continuaría, o acaso mejor mencionar que mi nombre estuvo en la lista de candidatos al premio Nobel de física cuántica, en la envidiable posición 891.

O quizá mejor sea algo sencillito que nada mencione sobre logros, sino más bien lo recibido: “Amado por propios y extraños…” algo así, aunque eso sería mentir.

Tal vez tenga que plagiar uno de algún desconocido…

Ya que decida si incluyo la taquiza o no, la invitación deberá tener dos últimas líneas:

R.S.V.P.

y

Se aceptan sugerencias para el epitafio: __________________________________________________________________________________

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Tierra Herida

Escritora invitada: Ana Minerva Jiménez de Lara Magaña


No recuerdo cuándo empecé a hablarle a la tierra o ella a mí. Tal vez fue el día en
que desenterré unos gastados tenis de adolescente. ¿Por dónde anduvieron antes?
¿Cómo llegaron ahí? No eran lo que yo buscaba, pero los acerqué a mi pecho como
si abrazara a quien caminó con ellos.


Mi hijo me decía que yo hablaba dormida. Ahora, en las madrugadas sin él,
creo que sigo hablando en sueños, pero también despierta. Le pregunto a la tierra
si lo tiene, si me lo guarda, si puede darme algo suyo. Un botón, una pertenencia,
un hueso. Cualquier cosa. Algo con lo que pueda tenerlo otra vez, aunque sea en
un fragmento de lo que fue.


Hoy, como siempre, nosotras, las que buscamos, llegamos al final. Después de los
que hicieron de esta tierra una tumba, después de la policía, después de que los
demás se marcharan dejando este rancho solo, lleno de murmullos que arrastra el
viento. Nosotras llegamos con nuestras palas, con nuestras varillas, con nuestras
manos ya curtidas. «Donde duele, hay que buscar», nos decimos unas a otras. Así
lo aprendimos, así lo hemos vivido. El suelo se resquebraja, nos responde. Si
sabemos leerlas, sus grietas nos revelan su secreto.


Llevo en el bolsillo el silbato de mi hijo, el mismo con el que anunciaba su
llegada a casa. Sabía cómo sacarme una sonrisa, cómo romper la rutina. Me aferro
a él cada vez que cavo, como si fuera un ancla. Ahora calla casi siempre… hasta
que hago un hallazgo. Entonces recupera su voz; se rompe en grito.


Aquí, en esta tierra herida, encontramos más de lo que podíamos imaginar:
vestimentas, huesos y montones de cenizas. No fue miedo lo que sentí, sino ese
dolor que nace en las entrañas y se expande en el cuerpo hasta volverse rabia.
Tuve la certeza de que teníamos que hacerlo porque nadie más lo haría. Nosotras
somos quienes buscamos, las que devuelven los nombres a sus familias, las que
gritan lo que otros deciden callar.


A veces, cuando alguien encuentra algo, se queda inmóvil. No hace falta
decir nada. Nuestras miradas se entienden. Sabemos lo que significa. En esos
momentos, la tierra nos devuelve algo a cambio de un pedazo de alma.


Hoy estuve a punto de sonar el silbato, pero me detuve en seco. Al observar con
mayor cuidado, lo reconocí. No podía hablar. No quise. Me quedé con él en las
manos, lo palpé con detenimiento. Las sienes me reventaban, me faltaba aire. Al
mismo tiempo, quería aventarlo y no soltarlo. Una mezcla de rabia y alivio. Un golpe
brutal me sacudió: ¿Y ahora, cómo aprendería a vivir sin la tierra llamándome, sin
la necesidad de excavar?


Me han dicho que debería dejar esto, que me daña, que debo aprender a
soltar.


No entienden.


Aún con la respuesta en mis manos, no puedo detenerme.


No solo es mi hijo, hay demasiadas heridas abiertas. Demasiados nombres
bajo tierra.


Aprieto el silbato en mi mano. El frío del metal recorre mi piel. Su silencio
vibra entre mis dedos. No suena, pero me dice algo.


No busco solo por mí.


Busco por cada desaparecido.


Hoy busco, buscamos, porque la tierra sigue llamándonos. No podemos
abandonarla. Si nosotras nos vamos, ¿quién quedará para escucharla?

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¡Pero yo soy la novia!

Escritora invitada: Carmen Lagrosse

Edward era atractivo, no mucho, pues su cara apenas era un sesenta por ciento de lo que sería un Adonis o una escultura de Miguel Ángel. Sin embargo, era alto, cabello café claro, ojos inquisitivos, perfil griego, y cuerpo atlético.

Llamaba la atención fácilmente porque su caminar siempre era de forma apresurada, casi como si fuera un participante de una carrera de caminata. Cuando hablaba lo hacía de una manera pausada pero clara, y cuando le tocaba escuchar, lo hacía con atención. A veces daba la impresión de ser muy serio o inocente.

Además, coordinaba su vestimenta de forma que pareciera tomada de una pintura de los grandes maestros, e incluso de una fotografía sepia de antaño, con matices del mismo color, los cuales definían una figura elegante y limpia.

Cuando llegó la navidad del año pasado, justo el día 23, se encontró solo en la matiné del cine viendo la película que le pareció menos aburrida de la cartelera, pues no comulgaba de las festividades por ser éstas más un evento comercial, que algo realmente positivo.

Al salir se encontró con Berenice, quien también había estado en la sala casi vacía y había hecho exactamente lo mismo: refugiarse en un lugar alejado de las multitudes y el caos de la temporada.

Se habían conocido en un club de corredores hacía apenas un año, pero no siempre habían coincidido en los días que la mayoría del grupo se iba a correr por los distintos lugares apropiados para ello en la tan atestada de carros urbe. Aparte, estaban en la misma escuela, aunque en distintos grados y salones, y ella casi nunca se aventuraba por los pasillos de la misma.

A ninguno de los dos le dieron ganas de regresar a casa, y después del saludo y la charla sobre cómo era posible que tuvieran tan coincidente actitud decembrina, decidieron pasar el resto del día juntos. Encontraron una fondita acogedora y pidieron café y pan una y otra vez, sin darse cuenta de que se les fueron las horas platicando y ya había oscurecido. Intercambiaron datos de contacto y salieron.

Al despedirse, Edward abrazó y besó en la mejilla a Bere, quien no acostumbrada a tal tipo de contacto se ruborizó, pues sintió una vibración corporal nunca experimentada, por lo que al alejarse su caminar era como de brinquitos.

Esto llamó mucho la atención de Edward, pues, aunque ya había notado el exquisito cuerpo de Bere en los pocos días que coincidieron en el club, esta vez, al observar su fina ropa no deportiva y su caminar sensual, quedó parado y perplejo durante el tiempo que pudo verla al ella alejarse. Era cierto lo que sus compañeros siempre decían “está buenísima, la pendeja”.

Bere era, digamos, una mujer promedio, no sobresalía entre la multitud por cuestiones académicas, intelectuales, o artísticas, aunque desde chica sus padres la inscribieron en clases de ballet y danza. Quizá era por eso por lo que ella continuó sus actividades deportivas. Edward aprendió que cuando Bere pudo, les dijo a sus padres que no disfrutaba mucho de lo artístico, y que su objetivo era participar en atletismo, y quizá hasta representar al país en las olimpiadas.

Eso sí, el cuerpo de Bere era en realidad hermoso. Los muchachos del colegio siempre al acecho tratando de lograr por lo menos un momento en la intimidad con ella. Pero Bere sabía que solo la buscaban precisamente para eso, por lo que se negaba a toda y cualquier invitación de ellos. Si algún día lograba una relación con un hombre, ésta debería ser con objetivo duradero y serio.

El beso de despedida de Edward no la dejó dormir esa noche. Se ilusionaba con volver a verlo, aunque había notado que él seguido andaba con Roxana, quien probablemente era su novia, pues a veces se iba con ella después de terminar en el club, y también los vio en las protestas de los estudiantes en contra del alza al transporte público, en conciertos gratuitos, en ferias, y en eventos públicos a los que asistía la muchachada.

Al día siguiente, esperó el mensaje o la llamada de Edward con ansiedad. Sin embargo, éstos nunca llegaron, ni siquiera para desearle una feliz navidad.

La cosa era que nunca acordaron contactarse ni nada, simplemente intercambiaron número de teléfono y WhatsApp, dirección a medias, diciendo en qué parte de la ciudad vivían, nombre completo, y datos personales; pues lo único que conocían uno del otro antes del cine era el apelativo: Bere y Eddy.

Pasó el día veinticinco sin mucha novedad y llegó el 26 y Berenice no dejaba de pensar en Eddy. La charla en la fonda le hizo darse cuenta del verdadero atractivo de él: su cultura general y una sencillez que rayaba en ingenuidad.

No pudo aguantar más y ella fue quien lo llamó, para invitarlo a correr al parque al siguiente día y después ir a desayunar juntos, pues conocía un lugar que era seguro que a él le gustaría mucho.

Edward, estando sin nada que hacer en esa semana, aceptó.

Bere tomó la iniciativa desde el principio: además de decirle dónde verse para calentar antes de comenzar a correr, muy sutilmente y con mucho tacto señaló también que tenía algo importante que decir.

Cuando Eddy llegó, Bere le abrazó y besó en la mejilla con un gusto manifiesto. Platicando ella todo el tiempo calentaron, corrieron, hidrataron, enfriaron, estiraron, desayunaron, y la sobremesa les tomó por lo menos un par de horas más. Bere indirectamente preguntaba sobre las relaciones de Eddy, pero él nada tenía de carácter íntimo con alguien más, por lo que ella nunca supo si en realidad él tenía novia, y el nombre Roxana nunca se escuchó, pero Bere dedujo que Eddy estaba libre. Aunque le quedaba la duda de si él le ocultaba algo, y si sí, probablemente era para no incomodarla o confesar intimidades.

Hartos de café, entumidos y cansados de sentir que las sillas ya estaban pegándose a su piel, por fin acordaron despedirse. Esta vez, al hacerlo, Bere abrazó a Eddy con más ganas que cuando se encontraron, al tiempo que su vibrante cuerpo y voz le decían que le gustaba mucho y le daba las gracias por “haberla escogido,” dándole también un rápido beso en la boca, y alejándose de inmediato con una sonrisa que casi eclipsaba sus enormes ojos brillando de felicidad. Parecía esta vez que, en lugar de dar brinquitos, flotara en el aire.

Eddy no dijo una sola palabra, simplemente dejó a que Bere hiciera todo eso sin inmutarse. Él, en efecto, salía con Roxana muy seguido. Le gustaba la picardía con que ella siempre platicaba: además de provenir de una familia humilde, trabajaba y estudiaba, sobresaliendo por encima de los demás en ambas actividades. Lo mejor de todo era su sonrisa, unos labios gruesos que parecían ligas al extenderse para mostrar una dentadura alineada, limpia, y fuerte. Una risa tímida al escuchar anécdotas de quienquiera que las contara, y a veces con carcajadas resonantes y contagiosas.

Roxana no era tan alta como Bere, ni contaba con los recursos con los que Bere sí. Además, su cuerpo tampoco era tan voluptuoso como el de Bere, o por lo menos nunca nos dimos cuenta, porque Bere vestía con prendas que resaltaban sus curvas y escote, y la ropa de Rox era de calidades inferiores y no acuerpada. Era notorio también que no tenía muchas prendas.

Eddy y Rox se buscaban cada que podían y disfrutaban de la compañía uno del otro. Todo mundo notaba la atracción mutua, pero nadie sabía a ciencia cierta si la misma era solo física, romántica, convenenciera, o familiar, ya que nunca se les vio besándose o caminando tomados de la mano, por ejemplo.

Cuando se veían, las pláticas de Rox fascinaban a Eddy, quien escuchaba con mucha atención. Le parecía tan distinto y agradable que Rox tocara temas que otras personas no, como por ejemplo que mencionara que el Danzón número 2 de Arturo Márquez fuera tan famoso que no únicamente latinoamericanos como el director Gustavo “the dude” Dudamel lo incluyera en sus conciertos, sino que hasta la Sinfónica de Singapur lo hiciera. O que la tan mentada inteligencia artificial no fuera otra cosa más que una serie de computadoras conectadas entre sí encontrando e hilvanando frases e imágenes en bases de datos enormes, y que la AI dependía de que simplemente nadie apagara el interruptor de electricidad. O que la mejor forma de contribuir a desacelerar el calentamiento global era tal y cual forma… en fin.

Ese tipo de conversaciones contrastaba con los temas que Bere tocaba: casi siempre hablando de personajes de la farándula de los cuales Eddy no sabía ni jota, o de las tendencias de la moda barata ahora tan en auge, o cómo la Taylor tenía todo un equipo de asesores para todo lo que hacía, desde la ropa que se ponía, lo que publicaba en las redes sociales, y hasta cómo presentarse en el estadio cuando su prometido jugaba.

Interesantes hasta cierto punto, porque Eddy nada sabía al respecto. Él era más local: sus intereses eran sobre los grupos del país, la política del estado, el equipo de futbol más querido en la ciudad y así. Por lo cual Bere era como un mundo nuevo. No tan atractivo como el que Rox entregaba, pero nuevo al fin.

Cuando las clases se reanudaron, Eddy se encontró con que sus amigos lo esperaban con miles de preguntas, felicitaciones, y hasta reclamos: “Qué chingón, güey”. “Me hiciste perder una buena lana, cabrón. Le aposté al Robert”. “¿Ya le diste?” “Nada más la cara de estúpido tienes ¿eh?” “Me la ganaste, gandalla.” y así por el estilo, pues ya toda la escuela se había enterado de que Eddy era el novio de Bere. Fue entonces que por fin entendió los mensajes y publicaciones que no solo sus amigos, sino las pibas, le habían estado mandando en esos días.

Aun así, a todo esto, Eddy no contestó ni una pregunta, parte por su personalidad, parte por la sorpresa. Simplemente agradeció los comentarios agradables e ignoró los negativos. Sin atinar cómo es que él súbitamente ya era novio de Bere, pues nunca hubo declaración real. Pero, sin inconveniencia alguna, Eddy comenzó a salir con Bere, su novia adoptiva. Mientras durara, disfrutaría de tener en sus brazos el exquisito cuerpo de la modelo del colegio. ¿Qué habría de malo en ello?

En los días que Rox coincidía con la pareja, ésta siempre estaba muy incómoda o discutiendo. A Rox le causaba mucho pesar lo mismo, pues ella nunca experimentó enojo o fastidio de parte de Eddy, quien se mostraba frustrado y hasta veía a Rox con cara de suplicio: “rescátame por favor.”

Rox sabía que no podía competir con Bere, ni en atractivo ni en recursos financieros ni humanos, y mucho menos en tiempo, pues ella siempre estaba ocupada con trabajo, escuela, y hasta con el Banco de Comida, pues hacía voluntariado para ayudar a los menos privilegiados de la sociedad. Y tomaba tal compromiso con seriedad y responsabilidad, cual si fuera su principal actividad.

Así de que comenzó a ser menos frecuente el que Eddy y Rox se vieran seguido, aunque fuera por lo menos unos minutos para platicar.

Los amigos y compañeros notaban que ambos se veían más tristes cuando por fin coincidían, y que, también, Eddy y Bere no manifestaban una alegría total al estar juntos. Peor, cuando Rox andaba cerca, las pláticas de la pareja se volvían alegatos, casi siempre Bere enojadísima y Eddy volviéndose largas explicaciones que no rendían fruto.

A veces las disputas terminaban con uno de los dos alejándose para no continuar dando espectáculo, casi siempre Eddy. En algunas de éstas, Rox se iba atrás de Eddy para consolarlo. Lo cual siempre dio resultado.

Pasaron muchos meses con estos mismos escenarios, hasta que una vez, Bere, cansada de tener una relación inestable, decidió hablar con Rox para estar segura de… de… ¿de qué? Ni siquiera sabía qué era lo que quería saber. Había buscado tanto en el perfil de Facebook de Eddy como en el de Rox y, aparte de ciertos likes y comentarios sosos de uno hacia el otro, nunca encontró algo que delatara una relación pasada o presente, ni fotos de ambos juntos, o por lo menos ellos dos y otros amigos en la misma foto. Estaba rarísimo, pues no había una explicación lógica del cambio de personalidad que Eddy experimentaba cuando veía a Rox. Hasta lo notaba tenso, vibrante, sonriente, más que con cualquier situación vivida con ella.

Estaba decidido, si Edward no era capaz de comunicar sus cosas, o estaba engañándola u ocultando algo, sería la misma Roxana quien confesaría todo.

En la escuela, cuando Bere y Rox se encontraban se saludaban normalmente, pues ya habían coincidido en ciertas clases y sabían un poco la una de la otra. Ahora era cuestión de ahondar en dicho conocimiento.

– Roxana, quiero hablar contigo.

– Dime.

– No, aquí no. En un lugar menos atestado.

– Voy al Banco, si quieres caminamos y hablamos.

– No vayas, de seguro hay más voluntarios que pueden suplirte.

– Hoy no. De hecho, hoy no me tocaba, pero dos se enfermaron y necesitan a alguien más por unas horas.

– No quiero caminar hacia allá e ir platicando. Si quieres, nos vemos en la fuente de sodas de la bahía mañana.

– Está bien, probablemente si pueda ¿a qué hora?

– La que tú elijas, yo estoy libre después de las ocho de la mañana.

– Bueno, entonces… am… a las cinco y media.

– ¿Tan tarde? Si es sábado.

– Sí, pero trabajo y salgo a las cinco.

– Esperaba que fuera en la mañana, pues me urge… digo, quisiera saber…

– ¿Sí?

– No, nada, ya… mañana hablamos.

– ¿En serio es algo urgente?

– No, no, claro que no.

– Dijiste me urge.

– No, digo sí, pero equivoque la palabra. Me pasa seguido, digo… a veces. ¿Qué tienes? te vez intranquila.

– Es que tengo que ir al Banco.

– Ay, sí. Bueno… ya nada más, pásame tu número… para mensajes, por si algo se atraviesa.

–  Okey… Este es, tómale foto y luego me agregas ya con calma.

– Ya. Nos vemos mañana.

– Sí. Ciao.

– .

– ..

– .

– ….

– .

– ……

– ¡Ah! Oye. No le digas a Eddy que hablaremos.

– ¿Qué?

– QUE, QUE NO LE DIGAS A NADIE QUE HABLAREMOS.

– NO PENSABA HACERLO. Ciao.

Bere no pudo dormir más que un par de horas en toda la noche. No sabía cómo era que tendría que iniciar la confesión de Rox, de por qué Eddy se veía feliz con Rox, pero no con ella.

A pesar de que los ratos de intimidad eran excelentes, pues pareciera que en privado todo fuera un sueño, en público había mucho recato, y en los terrenos de Rox, Eddy era definitivamente otra persona.

Tal vez lo mejor sería decirle a Rox que se alejara de Eddy, prohibirle que hablara con él. Pero ¿cómo? Si estaban en la misma escuela, y además sus actividades personales los hacían cruzarse en las calles casi a diario. ¿Qué hacer?

Las horas del sábado se hicieron eternas, trató de distraerse leyendo y no pudo. Puso una serie nueva pero su atención estaba en otro lado, repitiendo el primer episodio tres veces con tal de captar la trama.

Al mediodía ni siquiera recordaba si desayunó, y si lo hizo, qué fue lo que desayunó, porque no sentía hambre alguna. Las horas pasaron lentas. Cuando la manecilla corta apuntaba al número romano V del reloj de pared de la sala, y la larga al XII, no pudo a aguantar más y salió hacia la bahía, apurada. Sabiendo que llegaría mucho más prematura que a la hora acordada. Como si eso provocara que Rox también se presentara temprano.

Después de rápidamente consumir un licuado grande y dulcísimo, y pedir luego un muffin vegano de fibra de trigo, como para contrarrestar el azúcar del licuado, vio su iWatch por enésima vez: 17:23. Bueno, ya faltaba menos para que Rox llegara.

Masticando lento, cerró los ojos y comenzó dubitativa en cómo iniciaría la conversación y cómo formular las preguntas sobre Eddy y Rox, pues aún no sabía qué exactamente iba a decirle a Rox. Quien justo apareció:

– Hola, Bere. Creí que yo llegaría antes que tú. ¿Tienes rato?

– Ay. Hola, no, digo, sí. Este… Bueno, no mucho.

– ¿Ese vaso no es tuyo? -dijo señalando la copa de licuado ya vacía, al tiempo que dejaba caer su mochila y se sentaba enfrente de Bere.

– No. -mintió. -Ha estado ahí desde que llegué y no lo han recogido.

– Hmm. -Rox notó que otras mesas estaban vacías, por lo que era curioso que Bere hubiera escogido una con trastes sucios. Pero no dijo más.

– ¿Quieres que te compre algo? Ya empecé con este muffin, y quiero pedir un café latte. Dime, yo invito.

– No, realmente no. Prefiero comer algo en casa. Aquí tengo mi agua.

– ¿Segura? Yo te hice cambiar tu rutina.

– De verdad, lo único que tengo es sed.

– Bueno, entonces… mm… este…

– ¿Entonces?

– Bueno, de seguro ya sabes de lo que se trata.

– Creo que sí, pero no estoy segura.

– Se trata de Eddy. Por supuesto.

– ¿Tiene algo?

– No. Quiero decir, sí. Ay, hay algo duro en el pan, no he podido masticarlo. Perdón, es que de seguro me oyes rara por tener ese pedazo de algo en la boca.

– No, está bien, te escucho bien.

– Pues no quiero hacer caso de lo que otras personas dicen, y quiero saber directamente de vos si es que fueron novios. Dime la verdad por favor.

– No, Bere. Nunca fuimos novios.

– ¿Nunca? ¿Ni hace mucho?

– No. Siempre hemos sido amigos. Nos llevamos muy bien.

– Se nota.

– Es lo del baile de graduación ¿verdad?

– ¿Qué?

– Que lo que quieres saber es por qué me invitó a mí y no a vos.

– ¿Como? No, no sé de qué hablas.

– Del baile de graduación de los que salen este año. Ya sé que faltan meses, pero ya habíamos acordado en ir juntos.

– Esto, es… ay… no sé qué pasa.

– La otra vez me dijo que no sabía cómo explicártelo sin que te enojaras.

– Es que ni siquiera… las únicas dos veces que tocamos el tema del baile se puso muy tenso y nunca me dijo que te había dicho si querías ir con él… am, o cualquier cosa relacionada con eso.

– Sí, es que desde noviembre nos habíamos puesto de acuerdo.

– ¿Y tú crees que eso está bien?

– No le veo nada malo.

– Sabes perfectamente que SOY SU NOVIA.

– Sí, Bere, pero ya habíamos quedado. A mí no me ha dicho que cambia de planes, además de que sabe que aparté un vestido y he estado yendo a la sastrería para medidas y todo.

– ¡Puedes deshacerte del vestido!

– No te alteres por favor. No, ya pagué una parte. Además, Eddy, siendo como es, no creo que me decepcione.  Si no te ha dicho algo al respecto es seguro que está tratando de encontrar la mejor forma de decírtelo.

– No me molesto, es que el sol me está dando en los ojos. Deja muevo la silla acá. Umph.

– Creo que debes esperar a que él te explique.

– No es necesario, ya estamos tú y yo hablando. Tú aclárame.

– No estaría bien.

– Te doy el dinero del vestido, si quieres, solo cancela el compromiso sin darle muchas explicaciones.

– No puedo hacerle eso. Es mi mejor amigo.

– ¡Pero yo soy la novia!

– Pues…

– Pues ¿qué? ¿qué? Sí tienen una relación más allá de la amistad, ¿verdad? ¡Dime!

–  No, Bere, no es eso.

– ¿Te lo coges?

– ¿Qué? Ay. Por favor…

– Dime entonces.

– Sí. Me atrae como macho. Así tal cual. Y estoy segura de que yo también le atraigo, a pesar de no tener un cuerpo como el tuyo. Pero sé muy bien, que, si me lo hubiera hecho novio, no podría conocer a otros hombres. Y me siento muy joven como para no estar comparándolos y darme cuenta de qué exactamente es lo que mejor me queda… En cuestión no únicamente sexual, sino también en las de correspondencia sentimental, idiosincrática, y hasta económica.

No descarto la posibilidad de que me diga que tiene que cambiar de pareja para el baile, pero yo no soy quien ha de decidir eso. Él tiene que hablar contigo, y con mi go, antes de cualquier cambio que quiera hacer, si es que cambiara de parecer.

– Me, me… -Bere no supo qué contestar a tan elocuente, sorpresiva, y juiciosa explicación.

– Bere, no creo que cambie. Lo conozco muy bien, y lo más probable es que esté buscando el mejor momento para decirte que irá al baile con su amiga.

– ¡Pero yo soy la novia!

– Ya sé. – Rox tomó su mochila, se levantó y miró a Bere inclinando la cabeza levemente, abriendo sus ojos al máximo, indicando Tú y él tienen que hablar. No yo.

Berenice se quedó ahí viendo como Roxana se alejaba. Dándose cuenta de que tal vez fue un error haberse hecho novio a Edward tan intempestivamente. Cómo estaba perdiendo el tiempo en lugar de hacer lo que Rox.

Sollozó una vez más y levantó la nublada vista hacia Roxana y gritó ¡Pero yo soy la novia!

Esta vez en silencio, pues ningún sonido salió de su abierta boca.

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Los twins.

Su madre había decidido que, si era niña, la llamaría María Gabrielle, si era niño, Viktor Manuel.

Resultó ser niños.

Sí, no un niño, sino dos: Viktor y Manuel.

Lo curioso era que desde bebés se notó que pocas veces parecían llevarse bien, a pesar de ser idénticos, o probablemente por lo mismo. Se incomodaba uno porque mamá cambiaba de pañal primero al otro, o por cosas tan simples como, cuando comenzaron a gatear, uno llegara primero que el otro a tomar un juguete, el que fuera. Parecía que, en lugar de hermanos, eran contrincantes.

Se molestaba uno de las acciones del otro y peleaban constantemente durante su infancia, era ya un constante reñir por jugar con el juguete que el otro tenía, o por la ropa que el otro usaba. La cosa era que hasta si la porción de comida en el plato del otro pareciera más que en el propio, era causa de gritos y discusiones sin fin. Pocas veces se les veía tranquilos en presencia de su gemelo.

En la adolescencia fue todavía peor, tanto así que… bueno, será mejor saltarnos esa época. Lo que sí fue muy notorio en ese periodo es que ya no compartían las mismas prendas, y hasta preferían que la ropa fuera totalmente distinta de la del otro. Viktor se inclinó por las prendas más serias, más conservadoras y elegantes, de las telas más finas y agradables a la vista, sus zapatos siempre limpios y bien boleados, relojes que, aunque no caros, sí en buen estado físico y estético. Manuel portaba pantalones sucios, rotos. Camisetas con gráficas llamativas y escandalosas, zapatos extravagantes, pero mal cuidados, pulseras de plástico o de hilos multicolores que no parecían tener belleza alguna…

Lo curioso de todo esto es que, justo cuando cumplieron veinte años, todo pareció cambiar. Ya no peleaban, esto es, sí discutían mucho, pero lo hacían de una forma pacífica, sin gritos, sin dedos apuntándose uno al otro, sin las tan constantes interrupciones de antaño.

Pareciera que se hubiesen transformado en otras personas. Platicaban de toda y cualquier cosa, y únicamente cuando se enfrentaba uno de los dos a un problema difícil de resolver, lo discutían hasta estar de acuerdo en la mejor solución posible.

Algo que la gente no notó durante sus primeros años, pero que fue latente al iniciar su tercera década de vida, era que eran atractivos. No Adonis, pero sí sobresalían entre la multitud por su cara, principalmente sus ojos de mirada pícara, y una sonrisa que derretía a las muchachas pretendientes de cualquiera de los dos. Su altura y complexión física también eran mejor que el promedio masculino, pero su principal atractivo era su forma de hablar, siempre haciendo gestos y movimientos de manos que hacían más fácil entender sus elocuentes y floridas explicaciones, anécdotas, cuentos, bromas, y ocurrencias.

También, su vestimenta cambió, Manuel comenzó a vestirse mejor y Viktor a hacerlo más casual. Se dieron cuenta de que era mejor y hasta muy cómodo intercambiar la misma ropa y calzado, el mismo estilo ordinario, mas no estrafalario, de las modas de sus tiempos.

A menos que estuvieran a una distancia muy corta, a veces era casi imposible distinguirlos, hasta para su propia familia.

Cuando Manuel se hizo novias todo fue aún más interesante.

Pareciera que a Viktor le costara más trabajo iniciar relaciones con el sexo opuesto, pero para Manuel era como un juego. Tanto así que, durante cierta temporada de la universidad, tuvo tres novias.

Al mismo tiempo.

Viktor aportaba las ideas más decentes y éticas de cómo evitar conflictos. Manuel explicaba las características y formas de ser de las novias, para evitar los mismos, y principalmente para que, en caso de necesidad, Viktor se hiciera pasar por él y tuviera un rato agradable con Mónica, Alexandra, o Elizabeth.

Aunque a veces se sentía incómodo, a Viktor le era fácil sustituir a su hermano en tales situaciones. Lo más curioso aún era que, al igual que Manuel, le gustaba más salir con Mónica que con cualquier otra.

Pero tales aventuras también eran motivo de discusiones y peleas. Después de varias disputas muy acaloradas al respecto, acordaron que Viktor saldría más seguido con Mónica, y Manuel con las demás.

Pero aún así, con acuerdo y todo, se entablaban en discusiones sin fin.

Mónica se convirtió en algo así como la manzana de la discordia, en menor magnitud.

Viktor sentía que Mónica se daba perfecta cuenta de la diferencia entre los dos, y que sabía también que estaba con uno u otro y los distinguía perfectamente. Siguiéndoles el juego. Por lo mismo, Viktor pensaba que Mónica lo prefería a él muy por encima de que a Manuel.

No obstante, a Manuel no parecía darle celos de que cada vez más y más seguido Viktor saliera con Mónica. Para Manuel era lo mismo cualquiera de las tres, o las cuatro, cuando incursionaba en nuevas aventuras a pesar de tener suficientes opciones.

Todo comenzó a desmoronarse cuando Alexandra se presentó de improviso en el café donde Manuel platicaba con Elizabeth. Ambas, después de los alegatos, ofensas, y hasta manotazos, decidieron dejar a tan infiel e inmoral personaje, no sin antes amenazar hacer público su mutuo descubrimiento en todos los medios posibles.

En caso de que ellas dos no fueran las únicas engañadas.

A los conocidos, compañeros, amistades, e incluso familia de todos los involucrados pronto les llegaron las noticias, con lujo de detalles y hasta como si fueran transmitidas por un radio descompuesto: amplificadas, seccionadas, distorsionadas, y con mucho ruido de fondo.

Esto era un arma de dos filos, pues muchas de las muchachas que pertenecían a los círculos de ellos, darían lo que fuera por que cualquiera de los dos se fijara en ellas. Incluyendo a las propias primas del par.

Pues eran no únicamente atractivos anatómicamente, sino populares, inteligentes, y bien educados, tanto académica como familiarmente. Aunque las mismas se daban cuenta de que corrían el riesgo de convertirse en pasatiempos, ya estando con alguno de los dos tratarían de enamorarlos para quedárselos. El simple hecho de que alguna chica mencionara que platicó con alguno de los dos por espacio de más de diez minutos provocaba en las oyentes una especie de admiración mezclada con celos. Tanto así.

Viktor estaba preocupadísimo porque se daba cuenta que estaba ya muy enamorado de Mónica, y no concebía el tratar de explicarle que al principio nada era serio para él, sino que simplemente fue el tratar de ‘’ayudar” a su hermano de alguna forma mientras Manuel decidía con quién quedarse, pero por más que tramaba alguna explicación que tuviera sentido, nada lo convencía. Estaba seguro de que Mónica le reclamaría y lo odiaría, con muy justa razón.

Para Manuel, nada de lo ocurrido importaba, si hubiera que quedarse sin compañera por un tiempo, y encima portar una etiqueta de infidelidad y deshonestidad, amén. Sería cuestión de un par de meses a que la nota se enfriara, y no batallaría en hacerse de alguna otra ingenua. O dos.

Viktor se armó de valor y llamó a Mónica para verse y platicar el fin de semana siguiente en una -estaba seguro- última cita en donde ofrecería disculpas sinceras, pues de alguna forma él también tenía el corazón roto.

Como de costumbre, platicó con Manuel al respecto, tratando de adquirir ideas y palabras que no fueran tan desgarradoras para ninguno de los dos, esto es, ni para Mónica ni para Viktor. Además de que Manuel había sido quien inició la relación y, por consiguiente, conocía a Mónica quizá tanto como él.

– Mane, me gustaría salvar la relación con Mónica. Sé que a ti te da lo mismo ella que cualquier otra, pero para mí, bien sabes, es la mujer que me llena por completo.

– No tiene caso. Va a reclamarnos igual que las otras, además no está tan bonita como Alex. Ya encontraré una más buena. Ten paciencia.

– No se trata de si está bonita o buena. Me gusta mucho su personalidad, su idiosincrasia, y sus ocurrencias. Nos llevamos muy bien. Ni modo que no lo hayas notado.

– Sí, pero hay miles de mujeres. No te aferres con una que apenas tenemos unos meses de conocerla y ni sabemos mucho de ella. Búscate una que esté buena.

– No quiero eso. Y no han sido unos meses, es ya más de un año, pero no te has dado cuenta porque estás siempre prefiriendo manosear a la Alex o a Eli.

– Sí, pero tú manoseas a Mónica.

– No, no la manoseo. Quiero decir, si disfrutamos nuestras sesiones dactilares, pero lo que me agrada es su forma de ser. Ni modo que me digas que a ti no.

– Claro, claro… ¡Ja! dac ti la res, no manches… Bueno, pero lo que te digo es que nos va a mandar a chiflar a toda nuestra loma. Más vale que se te baje la calentura, y ya pronto tendremos a alguien más.

– No es calentura, güey.

– Ay, claro que sí. Si yo fui quien la consiguió.

– Ya sé, ya sé… siempre… lo que quiero es que me ayudes a retenerla, no a que me estés diciendo que vas a conseguirme otra vieja.

– ¿En serio la quieres, güey?

– Sí.

– ¿De verdad? ¿Cómo para siempre?

– Sí, ya te dije que sí. Aunque sea por un año más… depende… Necesito tu ayuda.

– ¡Chale! Muy bien… déjame pensar…

– Trata de recordar algo que la haga darse cuenta de que tú la engañaste, pero yo no.

– ¡Vik! A estas alturas sabe perfectamente quienes somos. Y es muy probable que distinga per fec ta men te entre tú y yo.

– Ya sé, yo también siento que sabe quiénes somos y lo que nos hace diferentes, es precisamente por eso que necesitamos encontrar la forma de convencerla de que sí la quiero.

–  Pues es eso exactamente: dile que cuando te pedí que me hicieras el paro no estabas muy de acuerdo, pero que ella siempre te llamó la atención y por eso accediste, para conocerla mejor.

– ¿Y si de verdad nunca se dio cuenta? Siempre me llamaba Corazón, o Amor, y muy pocas veces… bue- al principio nada más, Manuel.

– Mira, es muy lista. Tal vez hasta es ella la que nos engañó, estaba comparándonos para ver quién le gustaba más.

– Si así fuera alguna vez se habría dirigido a mí como Viktor. Nunca lo hizo.

– ¡Por eso! Nos siguió el juego y de seguro sabe que eras tú, quizás esperando que tú dijeras algo primero… ¿alguna vez le insinuaste algo?

– No. Nunca… siempre fingí ser tú.

– Pues no creo que pierdas con el simple hecho de presentarte y abrirte de capa y decirle que a partir de… ¿Cuándo dices? Que eres tú con quien ha estado.

– Es más de un año desde que comencé a salir con ella, tú solo la viste en tres o cuatro ocasiones, el resto de las veces he sido yo.

– No puede ser.

– Sí es. Me preocupa. Quizá creyó que la mitad de las veces eras tú y la otra yo.

– Bueno, creo que estamos desvariando. Es segurísimo que sabe que eres tú.

– ¿Y si únicamente estaba esperando a que se nos cayera el teatro para reclamarme o abofetearme o ponerme en ridículo en público?

– Ya, ya, bájale buey. No te queda hacerte la víctima. Lo peor que puede pasar es que termine la relación.

– ¡Manuel! Entiéndeme…

Y así siguieron por más de una hora, simplemente discutiendo, consolándose, criticándose, tramando planes, apoyándose, cuasi ofendiéndose, y principalmente, queriéndose. Reconciliándose.

El desenlace con Mónica realmente no importaba. Ni el de las demás. Ambos sabían que era mucho más fácil para cualquiera de los dos hacerse de relaciones que para la gran mayoría de los muchachos. La discusión tenía otro objetivo.

Ambos sentían que tenían que rehacer los lazos que tanto habían desgastado con su hermano gemelo. El platicarlo, argumentarlo, discutirlo, pensarlo juntos era la forma en que ambos se daban cuenta de que se apoyaban en alguien con quien podrían seguir contando toda la vida.

Ellos no lo notaban, pero los demás nos dábamos cuenta de que siempre sonreían al platicar el uno con el otro, como dándose cuenta de que se complementaban perfectamente, como si dichas conversaciones fueran la cura para tantos años de contiendas sin razón.

A excepción de temas muy profundos, de filosofía o política, por ejemplo, en donde las discusiones tomaban horas, y a veces tenían que ser retomadas después, ya nunca hubo más peleas.

Mucho menos de índole física.

Ni por juguetes, ni por ropa, ni por comida.

Y tampoco por mujeres.

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Los besos de una transexual.

Lo pensé por mucho tiempo, y no me decidía…

De hecho, fueron años en los que seguido me llegaba la tentación de por lo menos platicar con una para aprender de su vida, de cómo es que decidió y consiguió transformar su cuerpo a algo que yo consideraba híbrido, pues, aparte de engrandecer o inflar ciertas partes del cuerpo, el deshacer unas para luego hacer otras, es imposible en estos tiempos.

Pero lo más intrigante era saber cómo es que los factores sociales, familiares, y principalmente individuales, afectarían a tales personas.

¿Cómo o qué harían si sus círculos de amistades les dieran la espalda, o si su propia familia se negara a aceptar tan drástico cambio, y probablemente lo más difícil para ellas mismas: cómo presentarse ante los demás?

Y en cuestión de relaciones sexuales ¿será que únicamente entre transexuales podrían desenvolverse? ¿Buscarían a un heterosexual para sentirse satisfechas, plenas?

Todo ese tipo de dudas me atacaban, aunque no seguido, pero sí cada vez más duro.

La cosa también era que yo no conocía a ninguna, o eso creía, porque una trabajadora de uno de mis clientes tenía toda la facha de ser transexual, pero se vestía de forma que únicamente de la cintura hacia arriba denotara rasgos femeninos, mientras que sus faldas y pantalones eran siempre holgados. Se hacía llamar “M.J.” Por lo que causaba algo de misterio. Su voz era un término medio entre masculinidad y femineidad, aunque se escuchaba algo fingida, además de cargada hacia la sensualidad.

Pero a ella no me animaba a hacerle preguntas, de hecho, hasta me sentía cohibido en su presencia, pues era atractiva no únicamente por el tamaño de sus tetas, sino que su cara, aunque algo infantil, era muy bonita. Nunca me animé a preguntarle si en efecto, ella pertenecía a un grupo muy minoritario en la sociedad.

Fue hasta hace apenas un año que conocí a Fernanda, cuando comenzó a trabajar en la oficina. Era muy cuidadosa en su apariencia, solo algunos de nosotros notamos varios indicios de que ella era una de esas valientes y rebeldes personas que aceptan su personalidad tal cual es, sin dar importancia a los demás.

Aparte de ser más alta que muchos de nosotros, sus pies eran muy grandes, por lo que los zapatos que calzaba en la oficina no pasaban de ser tres pares distintos, los cuales alternaba tanto como le era posible sin maltratarlos. Además, coordinaba muy bien su vestimenta, siempre luciendo como modelo profesional.

También usaba pantalones de vez en vez, pero su entrepierna no se veía tan abultada como la de los hombres, aunque era notorio que un pene existía en ese lugar.

Su pecho, no tan generoso como el de mujeres maduras de su edad, alrededor de los 35 años, se notaba firme, y las blusas que usaba siempre dejaban ver un escote claro, sin vellos, y ni muy cerrado ni muy abierto; el cual instigaba curiosidad.

Su larga cara era lo más difícil de descifrar, pues tenía una quijada amplia, labios gruesos, siempre con lápiz labial de colores rojizos que cambiaba dependiendo de la ropa que traía puesta. Ojos grandes e inquisitivos que parecían sonreír al saludar, las pestañas eran postizas, pero no exageradamente grandes, y el delineado de sus cejas y maquillaje eran la proporción exacta que la hacía ver profesional y atractiva a la vez.

Su voz era lo más delatante de todo, pues, aunque su forma de expresarse, hablando tanto con la voz como con gestos y aspavientos de sus largas manos, se sentía fingida tratando de ocultar un tono grave que de cuando en cuando sonaba masculino, sobre todo al reír o mostrar molestia.

Fue hasta hace poco que noté que, cuando las pláticas se desviaban hacia lo personal, ella por lo general no opinaba, o a veces hasta se retiraba del grupo, fingiendo que le llamaban al teléfono, o que tenía que ir al baño.

En una de esas juntas en las que estábamos esperando a uno de los expositores, alguien me preguntó que como estaba Adela, mi novia de dos años, pues tenían tiempo que no la veían ir por mí. Cuando comenté que habíamos terminado hace cuatro meses y que yo estaba en un periodo de transición tratando de darme cuenta de qué era exactamente lo que quería, noté que Fernanda me miraba muy fijamente. Sentí como si yo fuera un cordero y ella un lobo al acecho.

Entonces caí en la cuenta de que era mi oportunidad de acabar con esas dudas que por años me asaltaban. Me armaría de valor y la invitaría a salir, a cenar tal vez, y después a ver una película en mi apartamento.

Aunque algunos de nosotros a veces comentábamos acerca de Fernanda, yo siempre me incliné por el respeto y les hacía saber a los más groseros o despiadados o machistas que nunca sabríamos los motivos personales, familiares y sociales, o los factores genéticos que determinaban los cambios en esas personas. Yo debería tener el mismo o mejor tacto cuando, si ella aceptaba, saliéramos y la bombardeara con mis docenas de preguntas al respecto.

Desafortunadamente, cada vez que me encontraba con ella, siempre había alguien más cerca. Nuestras miradas prácticamente hablaban sin palabras, la mía preguntando si aceptaría y la de ella asintiendo. Pero, aun así, sentía la necesidad de escuchar tanto mi voz como la de ella en estar de acuerdo, y poner fecha y hora para tal encuentro.

Las semanas pasaban y no encontraba el momento o la forma de acercármele y platicar. La mejor oportunidad llegó inesperadamente: habría una manifestación de LGBTQ+ en la plaza principal, y era seguro que ella, junto con cientos de manifestantes, estaría allí. Además, cuando ese tipo de manifestaciones terminaba, los grupos se juntaban para saludarse y platicar. Sería fácil saber dónde estarían las transfemmes, por las banderas que portaban.

Así de que, el día de la manifestación, fui a escuchar los temas que trataban: contra las medidas del gobierno, los fanáticos grupos religiosos, los derechos de todo ser humano independientemente de color, origen, género, etc. Mi plan era hacer como que pasaba casualmente por ahí cuando me llamó la atención dicho evento.

Estuve merodeando alrededor de la masa de personas, buscándola, pues sería fácil de identificar debido a su altura. Pero no la encontraba, por lo que me acerqué cada vez más al concurrido centro de participantes. Cuando ya no podía acercarme más, debido a lo apretado de la muchedumbre, terminó el evento con aplausos, chiflidos, gritos de apoyo, risas, y voces elevadas llenas de una nueva energía.

Las banderas con líneas rosas y azules comenzaron a congregarse hacia el este, así que seguí a cierta distancia. Me sorprendió apenas identificar a M.J. vestida algo distinto a lo usual, dándome cuenta, de que mis sospechas eran reales, pero a Fernanda no la vi, a pesar de que el grupo no pasaba de unos cincuenta elementos. Tendría que tramar otra forma de citarla.

Por fin, un día que tuve que salir a la paquetería más cercana para enviar unos documentos, a dos cuadras de distancia, me tardaron más tiempo del normal, por lo que, al salir de ahí para regresar a la oficina, pasados unos minutos de la hora de cerrar, me topé con Fernanda.

Y platicamos ahí mismo en la calle. Ella se dirigía al gimnasio, pero no tenía prisa en llegar, yo tenía que recoger mi portafolios y los contenedores de mi comida, pero podría dejarlos sin problema. La cosa es que charlamos por espacio de quince minutos, pero ni ella ni yo nos animábamos a hacer una cita. El clima, el trabajo, el gimnasio, las sesiones de póker de los viernes con mis amigos, el mejor restaurante coreano cerca, el tiempo de cocción de arroz basmati, el jazmín, y el integral, entre otras cosas, salieron a flote en tan corto tiempo. Pero no hubo pregunta alguna relacionada con vernos.

Ambos sentimos como que se nos escapó una buena oportunidad, fuera ésta de amistad, de aventura, o de descubrimiento. Por lo menos yo sí sentí que debía haber sido más honesto y directo. Lo peor era que fue un viernes, por lo que tendría que esperar hasta la siguiente semana para verla de nuevo.

Durante ese sábado y domingo pensé mucho acerca de si estaba haciendo lo correcto. Es cierto que, si quisiera saber más acerca de las transexuales en general, podría haber investigado todavía más más en la Internet, pero mi curiosidad ya no era tal, sino un deseo de escuchar de la misma persona su propia historia, además de ver su cuerpo completo, tocar sus cicatrices, independientemente de si en el borde de la aureola o bajo las mamas, palpar su firmeza, y obvio ver de cerca sus agrandadas formas. Principalmente, por alguna muy extraña razón de la cual no encuentro fundamento, querer besarla.

Esto último me causaba cavilar mucho. De verdad no encontraba el porqué de tan ferviente deseo. Lo único que parecía estar relacionado con ello era que, hacía unos años, me encontré con una excompañera de la escuela de leyes en otra ciudad. Fue un encuentro muy casual, y salimos a cenar y fuimos a bailar. Y cuando la llevé a su hotel me invitó a su habitación, pero al hacerlo y quizás a modo de convencerme, me besó.

Fue un beso simple de apenas tocar mis labios. Sentí algo muy raro, y entonces quise saber qué era eso que sentí y yo le regresé el beso, pero quise que fuera uno de larga duración. Sin embargo, no pasaron ni dos segundos cuando me aparté de ella súbitamente. Aunque nunca he besado a un hombre en la boca, sentí que estaba haciendo eso: que en lugar de a ella estaba besando la boca de un hombre.

De la forma más diplomática y amable posible rechacé su invitación a entrar en su habitación, y me fui a mi propio hotel, para pasar la noche en vela pensando acerca de y con esa sensación de tan extraño beso. Con el tiempo ese asunto se olvidó.

Para no perder más tiempo, el lunes llegué a la oficina decidido por fin Invitar a Fernanda a tan deseada cita. Cuando la vi en su cubículo la saludé como saludo a cualquier otra persona, pero esta vez discretamente le entregué una hoja previamente doblada tres veces:

“Me encantó platicar contigo el viernes, y me quedé con ganas de que hubiera sido más tiempo el que compartimos.

Me gustaría invitarte a cenar para conocerte más a fondo.

Por supuesto, puedes rechazarlo y no me sentiría mal, aunque si aceptas estaré muy contento.

Si sí, tú pon el día, la hora y el lugar.

Gracias.”

Tomó la hoja y sonrió, y me vio con una mirada como de satisfacción que me hizo sonreír también.

Llegué a mi escritorio, presioné el botón del teléfono que reproduce los mensajes de voz, tecleé mi contraseña en la computadora y de inmediato abrí el programa de correo electrónico para ver si habría algo urgente, puse la estación de radio que transmite noticias cada hora… esto es, no había pasado ni un minuto cuando Fernanda llegó con paso acelerado pero firme y sin pena ni timidez alguna me entregó una notita de esas minúsculas amarillas autoadheribles con tres simples líneas:

“Jueves,

7:30pm,

Nobu Downtown.”

Me dio un vuelco el corazón y suspiré muy fuerte. Quise en ese instante decirle que siempre no, pero una fuerza interna me detuvo y me obligó a aceptar que ya no había marcha atrás.

Todo el lunes, martes, miércoles y jueves, evité lo más posible la cercanía con Fernanda. Y al parecer ella hizo lo mismo, pues solo nos veíamos y saludábamos en la mañana, y ni a la hora de compartir alimentos en el comedor me presentaba, y ella tampoco.

Las noches de esos días fueron raras, pues me acostaba a la misma hora de siempre, pero no podía conciliar el sueño por horas. Además de que parecía que pensaba exactamente lo mismo en cada una de ellas. Aun así, con las pocas horas que dormía me sentía bien al día siguiente.

Llegó e jueves, y conforme pasaba el tiempo me sentía cada vez más nervioso.

El Nobu Downtown permitía vestimenta casual, pero me preguntaba si ella iría vestida como de gala mientras que yo no me sentiría a gusto con un traje completo, y ni siquiera con corbata. Como que yo no funcionaría bien con tanta ropa formal.

Decidí por ponerme un pantalón y camisa serios, junto con un saco sport, pero no usaría corbata. Llegué a la puerta del lugar y vi el reloj, 19:27. Apenas iba a preguntar a la recepcionista si tendría una mesa para dos personas, de preferencia en un rincón lejano del ruido, cuando la misma me indicó que ya Fernanda había llegado y estaba esperándome. Dirigiéndome a la mesa que, curiosamente y en efecto, estaba muy al rincón y lejana del ruido de los demás comensales y sus conversaciones.

Al acercarme ella se levantó para saludarme, no únicamente sonriendo, sino extendiendo su mano y apretando fuerte la mía, y también dándome un beso en la mejilla, muy cerca del borde de mis labios.

Me sentí bien y se me quitó la ansiedad y el nerviosismo.

Resultó estar muy versada en cuestiones culinarias, y pidió un Rosé para acompañar su salmón en salsa blanca, además de sugerir un Pinot Grigio para que yo acompañara mis ravioles.

Lo principal es que la cena fue muy placentera. Estuvimos en el restaurante alrededor de dos horas, pero sentí que el tiempo voló, a pesar de que nuestra charla de todo y nada al mismo tiempo no sería recordada. Llegó el momento de dejar el Nobu y me sentí cohibido cuando quise decirle que sería bueno ir a otro lugar. Ella notó mi bochorno y fue quien tomó la iniciativa, diciendo que conocía un lugar para bailar a tres cuadras de ahí, al cual podríamos ir caminando si quería.

Accedí sin chistar y comenzamos a caminar, yo un poco incómodo porque ella, con sus zapatillas, era más alta que yo, algo a lo que no estaba acostumbrado. No habíamos dado ni veinte pasos cuando tomó mi mano y la sujetó fuertemente. No opuse resistencia al sentir sus suaves dedos ágilmente entretejerse con los míos.

No recuerdo qué tema tocamos en el trayecto, pues me sentía a gusto, pero raro, y solo pensaba en cómo comenzar a preguntarle sobre su transformación.

El lugar estaba atiborrado de todo tipo de personas. Yo me sentí fuera de lugar porque tenía muchos años sin ir a una discoteque o salón de baile o cualquier cosa cuyo objetivo fuera hacerte mover el cuerpo al ritmo de X o Y género musical. Afortunadamente, aunque las mesas estaban llenas, en la barra había espacio para pedir algo de beber y poder bailar muy cerca de donde dejábamos las copas y nuestras pertenencias. Esto es, su bolsa.

Por espacio de una hora aproximadamente, bailamos ritmos nuevos para mi cuerpo:  rock alternativo, hip hop, reggae, y otros no identificables, además de las tantas veces danzadas cumbias de hace años. Fuera lo que fuera, ella bailaba muy bien, podría asegurar que era la mejor bailarina entre todos los asistentes.

El lugar comenzó a vaciarse de las parejas y grupos más jóvenes. Como si estuviera planeado, en cuanto nos sentábamos en una de las mesas ya abandonadas, la música dejó de ser estruendosa y con ritmos veloces, y comenzaron las baladas suaves.

De inmediato me tomó del brazo y me jaló hacia la pista. No pude oponer resistencia, tanto por la fuerza con la que me levantó, como por la enorme sonrisa y la hipnotizante mirada que me aplicó.

Yo estaba en sus manos, en todos sentidos, pues no era yo quien llevaba la pauta del baile, sino ella. No era yo quien miraba hacia abajo a su pareja, sino ella. No era yo quien arrimaba con fuerza el cuerpo del otro, sino ella. Y no era yo quien le decía al otro palabras agradables al oído, sino ella.

  • Relájate, estás muy tenso.
  • Hacía tiempo que no bailaba, como ya te diste cuenta.
  • Yo te vi bailar muy bien, y hasta noté que otras te miraban constantemente.
  • Precisamente porque no podían creer mis intentos, tal vez.
  • No mientas. Se nota que sabes bailar.
  • De joven bailé mucho, mi papá nos enseñó.
  • Ah… con razón te mueves tan bien.
  • Quieres decir me moví.
  • No, te moviste y mueves muy bien.
  • Es porque tú llevas la pauta.
  • Ambos.
  • Yo solo me dejo llevar.
  • Mmmh…
  • Yo…
  • Shhh.

Me encontraba como en éxtasis y al mismo tiempo como con la mente entumida. Estaba seguro de que, por fin, esa misma noche, una transexual me besaría.

El ritmo del tiempo cambió: las horas anteriores habían pasado en un instante, pero ahora, a la espera de tan deseado beso, se volvían eternas. Ya ella había dejado de hablar y me calló también, y únicamente bailábamos sin decir palabra, a excepción de bajos gemidos de placer y risitas pícaras cuando uno de los dos perdía el ritmo o pisaba al otro, cuando de pronto ambos sentimos la simultánea erección. Ahí sentí algo anormal, quise separarme con cualquier excusa, pero ella no lo permitió. Nuestras mejillas ya estaban pegadas y los labios a escasos milímetros.

Entonces, comencé a sudar nerviosamente, como si mi cuerpo reaccionara alérgico al sentir el bulto de su entrepierna pegado al mío.

El súbito sudor frío que me invadió también congeló el movimiento de nuestros cuerpos. Ella, muy juiciosamente, cayó en la cuenta de que todo había sido muy apresurado. Y, aunque no era cierto, dijo que tenía que ir al baño, dejándome en la mesa. Fue hasta ese momento, después de que prácticamente me tragué de golpe el resto de mi mezcal, que noté éramos la última pareja que había estado bailando, y que solo quedaba una más en otra mesa, pasada de copas, pues el mesero hacía preguntas con respecto a domicilios para darle datos exactos al taxista, que esperaba poyado en el marco de la puerta.

Mi reloj marcaba las dos de la mañana con siete minutos.

Al regresar Fernanda me dio una veloz explicación de que tampoco había notado la hora y que tendría que retirarse de inmediato porque tenía un asunto temprano al siguiente día y bla, bla, bla… Mentiras, pues era viernes y tendríamos que presentarnos a trabajar.

Yo estaba medio borracho por tanto de todo, y solo recuerdo que la vi salir apresuradamente después de despedirse, esta vez, sin beso en la mejilla, sino una simple palmadita en mi hombro.

Me levanté tambaleándome un poco. El bartender se aproximó para preguntarme si quería que me llamara un taxi, a lo cual me negué, diciendo que vivía cerca y caminaría.

El sereno me ayudó a aclarar la mente, dándome cuenta esa misma madrugada de que pasaría tal vez mucho tiempo para que volviera a salir con Fernanda, y por consiguiente más tiempo aun para obtener respuesta a mis muchas preguntas, ver y sentir su cuerpo desnudo, y mi más ferviente deseo de esos últimos meses: recibir los besos de una transexual.

Transcurrieron semanas en las que ambos fingíamos normalidad en el trabajo. Nos saludábamos, sí, pero sin afecto ni conversaciones más allá de unas cuantas palabras. Ambos sabíamos que yo necesitaba procesar lo ocurrido, y decidir si volver a salir, o simplemente citarla a mi apartamento, o decididamente abandonar la empresa.

Seguía pensando mucho por qué me daban tantas ganas de verla, era más que simple curiosidad, era un deseo que mi mente negaba, pero que mi corazón no abandonaba, y, por el contrario, parecía tomar más fuerza.

Investigué en la Internet al respecto, pero no había muchos artículos que explicaran mi situación, la mayor parte de las relaciones amorosas de transexuales se daba entre ellos mismos, y una escasa minoría sí se lograba con personas fuera de ese círculo. En mi caso, al parecer era normal que una curiosidad creciera hasta convertirse en enamoramiento, principalmente cuando uno experimentaba que una relación de años terminara recientemente. Subconscientemente la persona buscaba algo distinto, como para sobreponer lo nuevo. Independientemente de qué provocaba la nueva relación, el deseo era real, el querer estar con la transexual no era ya simple querer saber más, sino una auténtica emoción y sensación de querer lograr una relación duradera, esto es, quizás hasta de por vida.

Encontré también la manifestación de contento que un hombre plasmaba en uno de los foros LGBTQ+, aunque con muy pocas palabras, indicando que al principio él también tenía dudas y se negaba a admitir su nueva situación amorosa, pero que cuando por fin la aceptó, se convirtió en “el hombre más feliz del planeta”.

Todo esto me causaba cavilar más y más. Ya no me importaba el qué dirán de la sociedad, amistades, y familia. Me conflictuaba internamente, sin atinar a buscar ayuda psicológica o hacerle caso al corazón e invitar a Fernanda una vez más.

Ella esperaba pacientemente a que yo decidiera mi estatus, era obvio.

En una ocasión en que me sentía solo, nada a gusto en mi apartamento, viendo la televisión sin poner atención a lo que estaba en la pantalla, tomé mi laptop y me fui a un café a tratar de escribir algo, lo que fuera. Quizá una lista de ventajas contra desventajas de iniciar algo serio con Fernanda, o de quizá simplemente lograr esos besos, causantes de mi situación, para saciar la curiosidad que no desaparecía. Era probable que, si nos besábamos, ahí mismo terminaría mi suplicio, y todo volvería a la normalidad.

Apenas me senté en un rincón del café después de pedir y pagar por un té verde de precio exagerado, iba extrayendo la laptop del estuche, cuando reaccioné al hecho de que a un par de mesas de distancia había un hombre probablemente cinco a diez años mayor que yo, levantándose para recibir con un abrazo y un beso a una mujer que era definitivamente, transexual. Ninguno de los dos manifestaba vergüenza alguna, sino por el contrario: parecían disfrutar el hacer saber a todos a su alrededor, lo feliz que estaban de estar juntos.

Me quedé pasmado observándolos, apenas escuchaba sus voces, pues el sonido de la música del lugar estaba algo elevado, pero sus ademanes y gestos decían más todavía de lo que las palabras pudieran expresar. Nunca tecleé algo, ni siquiera mi contraseña para activar el sistema operativo. Todo el tiempo mi mente estuvo como en un remolino, como si varias ideas y realizaciones se eliminaran unas a otras en un videojuego que mi mente creaba.

No sé cuánto tiempo pasó en ese rato que no hacía otra cosa más que admirar a la pareja y pensar y repensar, sentir y resentir, querer y desear; cuando por fin caí en la cuenta de que solo había una forma de conseguir mi objetivo.

El té ya estaba frío cuando me levanté, y la taza intacta en el lugar donde la puse, sin haber sido tocada por mis labios.

Al siguiente día, cuando llegué, tarde por cierto a plantarme enfrente de Fernanda. Ella levantó la vista para darse cuenta de lo que mi cara decía sin palabras, y al yo vacilar en cómo iniciar la conversación, simplemente sonrió y asintió con la cabeza. Yo lo único que dije fue “¿igual?”. Y ella contestó sí. Era miércoles, por lo que sería al día siguiente que iríamos al Nobu, y muy probablemente nos brincaríamos la sesión de baile para ir directamente a un lugar íntimo.

El saber que nos veríamos de nuevo borró de mi memoria conocimientos que, según yo, estarían en mi mente por mucho tiempo. Vagamente recuerdo lo que leí al respecto de las diferentes operaciones quirúrgicas que una transfemenina pudiera tener. Desde las intervenciones para afeminar la voz y la cara, hasta la creación de una vagina, utilizando los tejidos existentes del pene. Aunque la mayoría de esas personas solo se enfocan al agrandamiento del pecho, sí hay quienes, teniendo los recursos, se operan las cuerdas vocales, la cara, la entrepierna, y hasta van por la modificación de la manzanita del cuello.

Sin embargo, todas esas explicaciones de cirugías plásticas, los diferentes tipos de tratamientos y sus mnemónicos, y no recuerdo cuantas otras cosas que leí con interés, dejaron de ser tan importantes como el estar conviviendo con una persona que pasó por eso, y quizá continuará con algunos tratamientos más. Yo ya no quería saber tanto acerca de cómo transforman su cuerpo, me interesaba más el escuchar directamente sus razones, sus planes, sueños, familias, entorno, en fin, su historia y vida en general.

Y más aún, quería integrarme de alguna forma a su vida.

Era ya más que una simple curiosidad, estaba como enamorándome, pero me rehusaba a admitir que así era. Aunque mis sentimientos y emociones eran muy semejantes a los que siempre sentí por una mujer, mi mente indicaba que no era algo así, además de que influía mucho la sociedad, los valores morales y la educación familiar, así como los consejos de profesionales en distintos entornos diciendo que no era bueno crear relaciones más allá de las laborales con personas en el mismo trabajo.

Casi todo lo externo me ponía una barrera para que abandonara mis planes con Fernanda, pero era más fuerte lo que sentía, fuera una curiosidad desmedida, deseo sexual, o hasta verdadero amor.

Yo mismo no podía creer que tuviera un conflicto interno tan fuerte. En las noches pareciera que estuviera discutiendo contra mí mismo. Por horas.

El jueves transcurrió normal, esto es, no hubo algo extraordinario en mi día, con la excepción de que las horas parecían ser más largas de lo acostumbrado.

Esta vez, al salir del trabajo y llegar a mi apartamento, tuve cuidado de seleccionar la mejor ropa interior que tenía, escogí ropa en muy buen estado y de la mejor calidad, y hasta lustré mi calzado. Sentía como que, en lugar de tener una cita con Fernanda, iba recibir a un presidente.

Esta vez, llegué poco más de diez minutos temprano al Nobu. Y otra vez, ella ya me esperaba, en la misma mesa del rincón de antes. El beso en la mejilla al saludarnos rozó apenas el borde de nuestros labios.

Comimos y bebimos no recuerdo ni qué, pues todo el tiempo me sentí nervioso, a pesar de que, según yo, proyectaba seguridad. Al terminar el postre, no atinaba si decirle que no tenía ganas de ir a bailar, sino a un lugar más íntimo, pero no encontraba las palabras adecuadas.

 Ella se dio cuenta de mi duda, apartó los cubiertos y platos que quedaban en el centro de la mesa, se acercó y me tomó la mano entre las suyas y dijo:

  • Ya sé que esto no es fácil para ti, probablemente necesitas más tiempo o pensarlo bien.
  • No, Fernanda. Sí lo he pensado bastante, pero ya no es cuestión mental.
  • ¿Cuál es tu miedo principal?
  • No es miedo, es… es…
  • No estás seguro, ¿verdad?
  • En realidad, no, pero la balanza se inclina a que sí.
  • ¿A que sí qué?
  • A que sí quiero estar contigo.
  • ¿Hoy?
  • Sí.
  • ¿Y después?
  • No sé. Supongo que dependerá de lo que suceda hoy.
  • ¿Te preocupa la oficina? Yo no podría renunciar, es difícil para personas como yo ser aceptadas en puestos vacantes.
  • No, no es esa mi preocupación. Es, son otras.
  • ¿Cómo qué?
  • Pues, por ejemplo, en caso de que sigamos saliendo después, el periodo de adaptación.
  • Estás hablando como si ya estuviéramos en una relación seria.
  • Lo que quiero decir es, no sé qué es lo que espero darme cuenta hoy. Quizá no pase de esta noche y satisfaga mi curiosidad y ya.
  • No creo que sea solo curiosidad.
  • Lo que quiero decir es que no sé que es lo que espero.
  • Pero si quieres verme.
  • Sí, claro.
  • Todo mi cuerpo.
  • Sí, eso.
  • ¿Y nada más? ¿No querrías experimentar algo más que la simple satisfacción visual?
  • Pues sí, pero no sé como podría reaccionar. Nunca he estado con alguien como tú.
  • Es obvio.
  • No quise ofenderte.
  • Lo sé, lo entiendo.
  • Entonces, este…
  • ¿Tu casa o la mía?
  • Mi apartamento está cerca. Si quieres ahí.
  • Me parece bien.
  • ¿Pido un taxi?
  • Sí, por favor, pero sería bueno antes pasar por vino.
  • No, ya tengo algunas botellas, y licor también por si no te apetece las que tengo.
  • Excelente. Vamos.

Ya me había esmerado en ordenar y limpiar todo el apartamento lo mejor que pude, esperando no impresionarla de modo alguno, sino que simplemente se sintiera en un lugar agradable.

El trayecto del taxi pasó en un segundo, sin intercambiar más que monosílabos. Llegamos y no atinaba como empezar la conversación y qué ofrecerle. Ella me felicitó por tener una sala tan bien ordenada y decorada, y se sentó plácidamente como esperando que un súbdito pusiera música y le trajera bebida.

Solo atiné a pedirle que me diera un par de minutos mientras iba al cuarto de baño.

Al darme cuenta de que mis calzones estaban mojados, a pesar de que nunca sentí una erección ni siquiera ligera, me entró un nerviosismo súbito que me hizo sudar frio.

Al secarme las manos me vi al espejo y me dije Es ahora o nunca. Y salí decidido a por lo menos comenzar a indagar sobre sus operaciones. Ella ya no estaba en el sillón, había ido directamente a la recámara y me esperada parada junto a la cama, ya sin zapatos. El sostén se encontraba sobre la cama. Sus firmes tetas indicaban en realidad no necesitar usarlo.

Me quedé congelado por un instante, no sabía qué decir ni qué hacer.

Se me acercó con toda la intención de comenzar a quitarme la ropa, o eso creí. Puse mis manos enfrente en señal de alto ahí, pero ella las apartó hacia los lados hábil y fácilmente, haciendo que mi saco cayera al piso, y en lugar de empezar a desabotonarme la camisa, me abrazó fuertemente, rodeando mis brazos de modo que no pudiera oponer resistencia.

Y me besó.

Y la besé.

Nos besamos, por espacio de varios minutos exploramos nuestros labios mutuamente, nos mordisqueamos, sentimos las lenguas, nos recorrimos suavemente, también con presión, y todo ese tiempo caí en la cuenta de que ella ya no me apretaba, sino que mis libres brazos también la abrazaban ya, y apasionadamente.

Las palabras ya no eran necesarias, los suaves gemidos de placer abundaban, la erección de ambos ya no me incomodaba, por el contrario, agrandaba más mi deseo de ver su cuerpo. Mis manos ya se deslizaban primero por su espalda y hombros y luego por cintura y pecho.

Comencé a quitarle la blusa, porque no solo quería tocarla, sino verla, pero ella me apartó de golpe diciendo Creo que por hoy es suficiente, el alcohol está de por medio y no estás muy seguro de lo que quieres todavía. Cuando podamos estar así sin necesidad de vino, habremos progresado.

Y con eso y velozmente, metió su sostén a la bolsa, recogió sus zapatos y salió apresurada, sin yo poder detenerla porque nunca me di cuenta de en qué momento me quitó el cinturón y desabrochó mis pantalones, los cuales ataban mis tobillos.

El clic de la cerradura de la puerta de mi apartamento me regresó a la realidad.

En efecto, me sentía mareado por las copas ingeridas, pero más todavía por la experiencia. Por fin había logrado mi deseo de tanto tiempo: sentir los besos de una transexual.

Pero, ahora mi deseo era otro, que iba mucho más allá de eso.

Un remolino de emociones chocaba con otro de pensamientos. Toda una tormenta que transformaba mi humanidad completa. Apenas tenía tiempo de reaccionar a lo que acababa de pasar en ese instante y durante las últimas semanas. Ya nada de lo experimentado fue desagradable o siquiera incómodo.

Mis doctrinas, traumas, idiosincrasias, y estereotipos cambiaron o desaparecieron. Los besos de una transexual eran tal cual los de cualquier otra persona, cargados de amabilidad, bondad, cariño, sensualidad, deseo, lujuria, y hasta muy probablemente en mi caso, verdadero amor.

Tendría que experimentarlos de nuevo, esta vez en mis cinco sentidos.

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El corredor.

No revelaba su secreto a los más cercanos amigos ni a sus seres queridos. En realidad, no corría, esto es, no como profesional o para ganar alguna medalla o dinero por sus esfuerzos.

A todo mundo decía que corría, entrenaba, y participaba en carreras para estar en forma, para conservar la salud.

En realidad, no era así.

Escogió mudarse a Seattle por el clima, había hecho su tarea con enfoque y, aunque la costa este de los Estados Unidos era atractiva también, Seattle parecía tener más naturaleza cercana, montañas, ríos, lagos, y principalmente, mucha lluvia todo el año.

Ese era el punto, la lluvia, era la máscara que necesitaba para poder ejercer su disimulado acto. Había otras formas de externarlo, pero por muchas razones, la lluvia le atraía más. Era más natural.

Aunque participaba en carreras cortas, 5 u 8 km; y de vez en vez en muy largas: medio maratón y maratón completo, se especializó en las de 10 km. Era la distancia más apropiada, pues podía cubrirla entre 45 y 60 minutos. El tiempo ideal para lograr su propósito.

En casa no podría haberlo hecho. Las paredes de éstas dejaban pasar los sonidos, y aunque algunas veces atenuaban lo suficiente, si alguno de sus hijos ponía atención, podría haberlo descubierto.

El tratar de hacerlo alejado, digamos en un parque a las orillas de la ciudad no funcionaba: siempre había gente en los mismos. Y curiosamente, en los lugares donde pareciera haber menos personas, llamaba la atención que él solo anduviera por ahí, por lo que la curiosidad de éstas hacía que lo siguieran a cierta distancia, o probablemente mediante binoculares para observarlo.

Hacerlo en el vehículo era prácticamente imposible, pues las avenidas siempre estaban atestadas, y las calles más solitarias estaban también rodeadas de casas cuyos habitantes de seguro se darían cuenta de su actividad.

Así de que buscaba con ansiedad y hasta desesperación carreras que tuvieran lugar en días lluviosos: cualquier época del año menos el verano, pues durante el mismo no llovía constantemente.

Cuando participaba en alguna carrera, si no llovía, tenía que aguantarse y fingir que trataba de lograr el mejor tiempo posible, de deshacerse de esos kilos de más que cargaba, principalmente en el abdomen, pues su metabolismo de hombre de más de 45 años hacía que ahí mismo se acumulara la tan difícil de eliminar grasa.

Al comenzar la carrera, en cuanto sonaba el toque de salida, sonreía si la lluvia ya estaba presente. No importaba si era solo una simple brisa, un chispear suave, o si las gotas eran grandes y sonoras. Lo importante era que cayera.

En dichos eventos, esperaba a que transcurriera una de dos cosas: que su cronómetro marcara quince minutos, o que las indicaciones de la ruta marcaran el kilómetro tres.

Esa era la señal.

Ya empapado, a partir de ese momento y hasta cruzar la línea de meta, su cara se transformaba en lo que para cualquier observador dijera que el esfuerzo lo hacía poner cara de sufrimiento, muy probablemente poque corría a una velocidad mayor a la que su cuerpo debería hacerlo.

Pero, no era su expresión causada por dolor físico alguno.

Sí, sí tenía dolor, en el alma.

Únicamente en las carreras con lluvia era cuando se desahogaba, por más de media hora dejaba salir sollozos suaves que se confundían con el jadear de él y los demás corredores a su alrededor, y las miles de lágrimas que salían de sus ojos se mezclaban con la lluvia en su cara.

Ese era su remedio para tanto dolor acumulado por años.

La lluvia, al correr.

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