Lo pensé por mucho tiempo, y no me decidía…
De hecho, fueron años en los que seguido me llegaba la tentación de por lo menos platicar con una para aprender de su vida, de cómo es que decidió y consiguió transformar su cuerpo a algo que yo consideraba híbrido, pues, aparte de engrandecer o inflar ciertas partes del cuerpo, el deshacer unas para luego hacer otras, es imposible en estos tiempos.
Pero lo más intrigante era saber cómo es que los factores sociales, familiares, y principalmente individuales, afectarían a tales personas.
¿Cómo o qué harían si sus círculos de amistades les dieran la espalda, o si su propia familia se negara a aceptar tan drástico cambio, y probablemente lo más difícil para ellas mismas: cómo presentarse ante los demás?
Y en cuestión de relaciones sexuales ¿será que únicamente entre transexuales podrían desenvolverse? ¿Buscarían a un heterosexual para sentirse satisfechas, plenas?
Todo ese tipo de dudas me atacaban, aunque no seguido, pero sí cada vez más duro.
La cosa también era que yo no conocía a ninguna, o eso creía, porque una trabajadora de uno de mis clientes tenía toda la facha de ser transexual, pero se vestía de forma que únicamente de la cintura hacia arriba denotara rasgos femeninos, mientras que sus faldas y pantalones eran siempre holgados. Se hacía llamar “M.J.” Por lo que causaba algo de misterio. Su voz era un término medio entre masculinidad y femineidad, aunque se escuchaba algo fingida, además de cargada hacia la sensualidad.
Pero a ella no me animaba a hacerle preguntas, de hecho, hasta me sentía cohibido en su presencia, pues era atractiva no únicamente por el tamaño de sus tetas, sino que su cara, aunque algo infantil, era muy bonita. Nunca me animé a preguntarle si en efecto, ella pertenecía a un grupo muy minoritario en la sociedad.
Fue hasta hace apenas un año que conocí a Fernanda, cuando comenzó a trabajar en la oficina. Era muy cuidadosa en su apariencia, solo algunos de nosotros notamos varios indicios de que ella era una de esas valientes y rebeldes personas que aceptan su personalidad tal cual es, sin dar importancia a los demás.
Aparte de ser más alta que muchos de nosotros, sus pies eran muy grandes, por lo que los zapatos que calzaba en la oficina no pasaban de ser tres pares distintos, los cuales alternaba tanto como le era posible sin maltratarlos. Además, coordinaba muy bien su vestimenta, siempre luciendo como modelo profesional.
También usaba pantalones de vez en vez, pero su entrepierna no se veía tan abultada como la de los hombres, aunque era notorio que un pene existía en ese lugar.
Su pecho, no tan generoso como el de mujeres maduras de su edad, alrededor de los 35 años, se notaba firme, y las blusas que usaba siempre dejaban ver un escote claro, sin vellos, y ni muy cerrado ni muy abierto; el cual instigaba curiosidad.
Su larga cara era lo más difícil de descifrar, pues tenía una quijada amplia, labios gruesos, siempre con lápiz labial de colores rojizos que cambiaba dependiendo de la ropa que traía puesta. Ojos grandes e inquisitivos que parecían sonreír al saludar, las pestañas eran postizas, pero no exageradamente grandes, y el delineado de sus cejas y maquillaje eran la proporción exacta que la hacía ver profesional y atractiva a la vez.
Su voz era lo más delatante de todo, pues, aunque su forma de expresarse, hablando tanto con la voz como con gestos y aspavientos de sus largas manos, se sentía fingida tratando de ocultar un tono grave que de cuando en cuando sonaba masculino, sobre todo al reír o mostrar molestia.
Fue hasta hace poco que noté que, cuando las pláticas se desviaban hacia lo personal, ella por lo general no opinaba, o a veces hasta se retiraba del grupo, fingiendo que le llamaban al teléfono, o que tenía que ir al baño.
En una de esas juntas en las que estábamos esperando a uno de los expositores, alguien me preguntó que como estaba Adela, mi novia de dos años, pues tenían tiempo que no la veían ir por mí. Cuando comenté que habíamos terminado hace cuatro meses y que yo estaba en un periodo de transición tratando de darme cuenta de qué era exactamente lo que quería, noté que Fernanda me miraba muy fijamente. Sentí como si yo fuera un cordero y ella un lobo al acecho.
Entonces caí en la cuenta de que era mi oportunidad de acabar con esas dudas que por años me asaltaban. Me armaría de valor y la invitaría a salir, a cenar tal vez, y después a ver una película en mi apartamento.
Aunque algunos de nosotros a veces comentábamos acerca de Fernanda, yo siempre me incliné por el respeto y les hacía saber a los más groseros o despiadados o machistas que nunca sabríamos los motivos personales, familiares y sociales, o los factores genéticos que determinaban los cambios en esas personas. Yo debería tener el mismo o mejor tacto cuando, si ella aceptaba, saliéramos y la bombardeara con mis docenas de preguntas al respecto.
Desafortunadamente, cada vez que me encontraba con ella, siempre había alguien más cerca. Nuestras miradas prácticamente hablaban sin palabras, la mía preguntando si aceptaría y la de ella asintiendo. Pero, aun así, sentía la necesidad de escuchar tanto mi voz como la de ella en estar de acuerdo, y poner fecha y hora para tal encuentro.
Las semanas pasaban y no encontraba el momento o la forma de acercármele y platicar. La mejor oportunidad llegó inesperadamente: habría una manifestación de LGBTQ+ en la plaza principal, y era seguro que ella, junto con cientos de manifestantes, estaría allí. Además, cuando ese tipo de manifestaciones terminaba, los grupos se juntaban para saludarse y platicar. Sería fácil saber dónde estarían las transfemmes, por las banderas que portaban.
Así de que, el día de la manifestación, fui a escuchar los temas que trataban: contra las medidas del gobierno, los fanáticos grupos religiosos, los derechos de todo ser humano independientemente de color, origen, género, etc. Mi plan era hacer como que pasaba casualmente por ahí cuando me llamó la atención dicho evento.
Estuve merodeando alrededor de la masa de personas, buscándola, pues sería fácil de identificar debido a su altura. Pero no la encontraba, por lo que me acerqué cada vez más al concurrido centro de participantes. Cuando ya no podía acercarme más, debido a lo apretado de la muchedumbre, terminó el evento con aplausos, chiflidos, gritos de apoyo, risas, y voces elevadas llenas de una nueva energía.
Las banderas con líneas rosas y azules comenzaron a congregarse hacia el este, así que seguí a cierta distancia. Me sorprendió apenas identificar a M.J. vestida algo distinto a lo usual, dándome cuenta, de que mis sospechas eran reales, pero a Fernanda no la vi, a pesar de que el grupo no pasaba de unos cincuenta elementos. Tendría que tramar otra forma de citarla.
Por fin, un día que tuve que salir a la paquetería más cercana para enviar unos documentos, a dos cuadras de distancia, me tardaron más tiempo del normal, por lo que, al salir de ahí para regresar a la oficina, pasados unos minutos de la hora de cerrar, me topé con Fernanda.
Y platicamos ahí mismo en la calle. Ella se dirigía al gimnasio, pero no tenía prisa en llegar, yo tenía que recoger mi portafolios y los contenedores de mi comida, pero podría dejarlos sin problema. La cosa es que charlamos por espacio de quince minutos, pero ni ella ni yo nos animábamos a hacer una cita. El clima, el trabajo, el gimnasio, las sesiones de póker de los viernes con mis amigos, el mejor restaurante coreano cerca, el tiempo de cocción de arroz basmati, el jazmín, y el integral, entre otras cosas, salieron a flote en tan corto tiempo. Pero no hubo pregunta alguna relacionada con vernos.
Ambos sentimos como que se nos escapó una buena oportunidad, fuera ésta de amistad, de aventura, o de descubrimiento. Por lo menos yo sí sentí que debía haber sido más honesto y directo. Lo peor era que fue un viernes, por lo que tendría que esperar hasta la siguiente semana para verla de nuevo.
Durante ese sábado y domingo pensé mucho acerca de si estaba haciendo lo correcto. Es cierto que, si quisiera saber más acerca de las transexuales en general, podría haber investigado todavía más más en la Internet, pero mi curiosidad ya no era tal, sino un deseo de escuchar de la misma persona su propia historia, además de ver su cuerpo completo, tocar sus cicatrices, independientemente de si en el borde de la aureola o bajo las mamas, palpar su firmeza, y obvio ver de cerca sus agrandadas formas. Principalmente, por alguna muy extraña razón de la cual no encuentro fundamento, querer besarla.
Esto último me causaba cavilar mucho. De verdad no encontraba el porqué de tan ferviente deseo. Lo único que parecía estar relacionado con ello era que, hacía unos años, me encontré con una excompañera de la escuela de leyes en otra ciudad. Fue un encuentro muy casual, y salimos a cenar y fuimos a bailar. Y cuando la llevé a su hotel me invitó a su habitación, pero al hacerlo y quizás a modo de convencerme, me besó.
Fue un beso simple de apenas tocar mis labios. Sentí algo muy raro, y entonces quise saber qué era eso que sentí y yo le regresé el beso, pero quise que fuera uno de larga duración. Sin embargo, no pasaron ni dos segundos cuando me aparté de ella súbitamente. Aunque nunca he besado a un hombre en la boca, sentí que estaba haciendo eso: que en lugar de a ella estaba besando la boca de un hombre.
De la forma más diplomática y amable posible rechacé su invitación a entrar en su habitación, y me fui a mi propio hotel, para pasar la noche en vela pensando acerca de y con esa sensación de tan extraño beso. Con el tiempo ese asunto se olvidó.
Para no perder más tiempo, el lunes llegué a la oficina decidido por fin Invitar a Fernanda a tan deseada cita. Cuando la vi en su cubículo la saludé como saludo a cualquier otra persona, pero esta vez discretamente le entregué una hoja previamente doblada tres veces:
“Me encantó platicar contigo el viernes, y me quedé con ganas de que hubiera sido más tiempo el que compartimos.
Me gustaría invitarte a cenar para conocerte más a fondo.
Por supuesto, puedes rechazarlo y no me sentiría mal, aunque si aceptas estaré muy contento.
Si sí, tú pon el día, la hora y el lugar.
Gracias.”
Tomó la hoja y sonrió, y me vio con una mirada como de satisfacción que me hizo sonreír también.
Llegué a mi escritorio, presioné el botón del teléfono que reproduce los mensajes de voz, tecleé mi contraseña en la computadora y de inmediato abrí el programa de correo electrónico para ver si habría algo urgente, puse la estación de radio que transmite noticias cada hora… esto es, no había pasado ni un minuto cuando Fernanda llegó con paso acelerado pero firme y sin pena ni timidez alguna me entregó una notita de esas minúsculas amarillas autoadheribles con tres simples líneas:
“Jueves,
7:30pm,
Nobu Downtown.”
Me dio un vuelco el corazón y suspiré muy fuerte. Quise en ese instante decirle que siempre no, pero una fuerza interna me detuvo y me obligó a aceptar que ya no había marcha atrás.
Todo el lunes, martes, miércoles y jueves, evité lo más posible la cercanía con Fernanda. Y al parecer ella hizo lo mismo, pues solo nos veíamos y saludábamos en la mañana, y ni a la hora de compartir alimentos en el comedor me presentaba, y ella tampoco.
Las noches de esos días fueron raras, pues me acostaba a la misma hora de siempre, pero no podía conciliar el sueño por horas. Además de que parecía que pensaba exactamente lo mismo en cada una de ellas. Aun así, con las pocas horas que dormía me sentía bien al día siguiente.
Llegó e jueves, y conforme pasaba el tiempo me sentía cada vez más nervioso.
El Nobu Downtown permitía vestimenta casual, pero me preguntaba si ella iría vestida como de gala mientras que yo no me sentiría a gusto con un traje completo, y ni siquiera con corbata. Como que yo no funcionaría bien con tanta ropa formal.
Decidí por ponerme un pantalón y camisa serios, junto con un saco sport, pero no usaría corbata. Llegué a la puerta del lugar y vi el reloj, 19:27. Apenas iba a preguntar a la recepcionista si tendría una mesa para dos personas, de preferencia en un rincón lejano del ruido, cuando la misma me indicó que ya Fernanda había llegado y estaba esperándome. Dirigiéndome a la mesa que, curiosamente y en efecto, estaba muy al rincón y lejana del ruido de los demás comensales y sus conversaciones.
Al acercarme ella se levantó para saludarme, no únicamente sonriendo, sino extendiendo su mano y apretando fuerte la mía, y también dándome un beso en la mejilla, muy cerca del borde de mis labios.
Me sentí bien y se me quitó la ansiedad y el nerviosismo.
Resultó estar muy versada en cuestiones culinarias, y pidió un Rosé para acompañar su salmón en salsa blanca, además de sugerir un Pinot Grigio para que yo acompañara mis ravioles.
Lo principal es que la cena fue muy placentera. Estuvimos en el restaurante alrededor de dos horas, pero sentí que el tiempo voló, a pesar de que nuestra charla de todo y nada al mismo tiempo no sería recordada. Llegó el momento de dejar el Nobu y me sentí cohibido cuando quise decirle que sería bueno ir a otro lugar. Ella notó mi bochorno y fue quien tomó la iniciativa, diciendo que conocía un lugar para bailar a tres cuadras de ahí, al cual podríamos ir caminando si quería.
Accedí sin chistar y comenzamos a caminar, yo un poco incómodo porque ella, con sus zapatillas, era más alta que yo, algo a lo que no estaba acostumbrado. No habíamos dado ni veinte pasos cuando tomó mi mano y la sujetó fuertemente. No opuse resistencia al sentir sus suaves dedos ágilmente entretejerse con los míos.
No recuerdo qué tema tocamos en el trayecto, pues me sentía a gusto, pero raro, y solo pensaba en cómo comenzar a preguntarle sobre su transformación.
El lugar estaba atiborrado de todo tipo de personas. Yo me sentí fuera de lugar porque tenía muchos años sin ir a una discoteque o salón de baile o cualquier cosa cuyo objetivo fuera hacerte mover el cuerpo al ritmo de X o Y género musical. Afortunadamente, aunque las mesas estaban llenas, en la barra había espacio para pedir algo de beber y poder bailar muy cerca de donde dejábamos las copas y nuestras pertenencias. Esto es, su bolsa.
Por espacio de una hora aproximadamente, bailamos ritmos nuevos para mi cuerpo: rock alternativo, hip hop, reggae, y otros no identificables, además de las tantas veces danzadas cumbias de hace años. Fuera lo que fuera, ella bailaba muy bien, podría asegurar que era la mejor bailarina entre todos los asistentes.
El lugar comenzó a vaciarse de las parejas y grupos más jóvenes. Como si estuviera planeado, en cuanto nos sentábamos en una de las mesas ya abandonadas, la música dejó de ser estruendosa y con ritmos veloces, y comenzaron las baladas suaves.
De inmediato me tomó del brazo y me jaló hacia la pista. No pude oponer resistencia, tanto por la fuerza con la que me levantó, como por la enorme sonrisa y la hipnotizante mirada que me aplicó.
Yo estaba en sus manos, en todos sentidos, pues no era yo quien llevaba la pauta del baile, sino ella. No era yo quien miraba hacia abajo a su pareja, sino ella. No era yo quien arrimaba con fuerza el cuerpo del otro, sino ella. Y no era yo quien le decía al otro palabras agradables al oído, sino ella.
- Relájate, estás muy tenso.
- Hacía tiempo que no bailaba, como ya te diste cuenta.
- Yo te vi bailar muy bien, y hasta noté que otras te miraban constantemente.
- Precisamente porque no podían creer mis intentos, tal vez.
- No mientas. Se nota que sabes bailar.
- De joven bailé mucho, mi papá nos enseñó.
- Ah… con razón te mueves tan bien.
- Quieres decir me moví.
- No, te moviste y mueves muy bien.
- Es porque tú llevas la pauta.
- Ambos.
- Yo solo me dejo llevar.
- Mmmh…
- Yo…
- Shhh.
Me encontraba como en éxtasis y al mismo tiempo como con la mente entumida. Estaba seguro de que, por fin, esa misma noche, una transexual me besaría.
El ritmo del tiempo cambió: las horas anteriores habían pasado en un instante, pero ahora, a la espera de tan deseado beso, se volvían eternas. Ya ella había dejado de hablar y me calló también, y únicamente bailábamos sin decir palabra, a excepción de bajos gemidos de placer y risitas pícaras cuando uno de los dos perdía el ritmo o pisaba al otro, cuando de pronto ambos sentimos la simultánea erección. Ahí sentí algo anormal, quise separarme con cualquier excusa, pero ella no lo permitió. Nuestras mejillas ya estaban pegadas y los labios a escasos milímetros.
Entonces, comencé a sudar nerviosamente, como si mi cuerpo reaccionara alérgico al sentir el bulto de su entrepierna pegado al mío.
El súbito sudor frío que me invadió también congeló el movimiento de nuestros cuerpos. Ella, muy juiciosamente, cayó en la cuenta de que todo había sido muy apresurado. Y, aunque no era cierto, dijo que tenía que ir al baño, dejándome en la mesa. Fue hasta ese momento, después de que prácticamente me tragué de golpe el resto de mi mezcal, que noté éramos la última pareja que había estado bailando, y que solo quedaba una más en otra mesa, pasada de copas, pues el mesero hacía preguntas con respecto a domicilios para darle datos exactos al taxista, que esperaba poyado en el marco de la puerta.
Mi reloj marcaba las dos de la mañana con siete minutos.
Al regresar Fernanda me dio una veloz explicación de que tampoco había notado la hora y que tendría que retirarse de inmediato porque tenía un asunto temprano al siguiente día y bla, bla, bla… Mentiras, pues era viernes y tendríamos que presentarnos a trabajar.
Yo estaba medio borracho por tanto de todo, y solo recuerdo que la vi salir apresuradamente después de despedirse, esta vez, sin beso en la mejilla, sino una simple palmadita en mi hombro.
Me levanté tambaleándome un poco. El bartender se aproximó para preguntarme si quería que me llamara un taxi, a lo cual me negué, diciendo que vivía cerca y caminaría.
El sereno me ayudó a aclarar la mente, dándome cuenta esa misma madrugada de que pasaría tal vez mucho tiempo para que volviera a salir con Fernanda, y por consiguiente más tiempo aun para obtener respuesta a mis muchas preguntas, ver y sentir su cuerpo desnudo, y mi más ferviente deseo de esos últimos meses: recibir los besos de una transexual.
Transcurrieron semanas en las que ambos fingíamos normalidad en el trabajo. Nos saludábamos, sí, pero sin afecto ni conversaciones más allá de unas cuantas palabras. Ambos sabíamos que yo necesitaba procesar lo ocurrido, y decidir si volver a salir, o simplemente citarla a mi apartamento, o decididamente abandonar la empresa.
Seguía pensando mucho por qué me daban tantas ganas de verla, era más que simple curiosidad, era un deseo que mi mente negaba, pero que mi corazón no abandonaba, y, por el contrario, parecía tomar más fuerza.
Investigué en la Internet al respecto, pero no había muchos artículos que explicaran mi situación, la mayor parte de las relaciones amorosas de transexuales se daba entre ellos mismos, y una escasa minoría sí se lograba con personas fuera de ese círculo. En mi caso, al parecer era normal que una curiosidad creciera hasta convertirse en enamoramiento, principalmente cuando uno experimentaba que una relación de años terminara recientemente. Subconscientemente la persona buscaba algo distinto, como para sobreponer lo nuevo. Independientemente de qué provocaba la nueva relación, el deseo era real, el querer estar con la transexual no era ya simple querer saber más, sino una auténtica emoción y sensación de querer lograr una relación duradera, esto es, quizás hasta de por vida.
Encontré también la manifestación de contento que un hombre plasmaba en uno de los foros LGBTQ+, aunque con muy pocas palabras, indicando que al principio él también tenía dudas y se negaba a admitir su nueva situación amorosa, pero que cuando por fin la aceptó, se convirtió en “el hombre más feliz del planeta”.
Todo esto me causaba cavilar más y más. Ya no me importaba el qué dirán de la sociedad, amistades, y familia. Me conflictuaba internamente, sin atinar a buscar ayuda psicológica o hacerle caso al corazón e invitar a Fernanda una vez más.
Ella esperaba pacientemente a que yo decidiera mi estatus, era obvio.
En una ocasión en que me sentía solo, nada a gusto en mi apartamento, viendo la televisión sin poner atención a lo que estaba en la pantalla, tomé mi laptop y me fui a un café a tratar de escribir algo, lo que fuera. Quizá una lista de ventajas contra desventajas de iniciar algo serio con Fernanda, o de quizá simplemente lograr esos besos, causantes de mi situación, para saciar la curiosidad que no desaparecía. Era probable que, si nos besábamos, ahí mismo terminaría mi suplicio, y todo volvería a la normalidad.
Apenas me senté en un rincón del café después de pedir y pagar por un té verde de precio exagerado, iba extrayendo la laptop del estuche, cuando reaccioné al hecho de que a un par de mesas de distancia había un hombre probablemente cinco a diez años mayor que yo, levantándose para recibir con un abrazo y un beso a una mujer que era definitivamente, transexual. Ninguno de los dos manifestaba vergüenza alguna, sino por el contrario: parecían disfrutar el hacer saber a todos a su alrededor, lo feliz que estaban de estar juntos.
Me quedé pasmado observándolos, apenas escuchaba sus voces, pues el sonido de la música del lugar estaba algo elevado, pero sus ademanes y gestos decían más todavía de lo que las palabras pudieran expresar. Nunca tecleé algo, ni siquiera mi contraseña para activar el sistema operativo. Todo el tiempo mi mente estuvo como en un remolino, como si varias ideas y realizaciones se eliminaran unas a otras en un videojuego que mi mente creaba.
No sé cuánto tiempo pasó en ese rato que no hacía otra cosa más que admirar a la pareja y pensar y repensar, sentir y resentir, querer y desear; cuando por fin caí en la cuenta de que solo había una forma de conseguir mi objetivo.
El té ya estaba frío cuando me levanté, y la taza intacta en el lugar donde la puse, sin haber sido tocada por mis labios.
Al siguiente día, cuando llegué, tarde por cierto a plantarme enfrente de Fernanda. Ella levantó la vista para darse cuenta de lo que mi cara decía sin palabras, y al yo vacilar en cómo iniciar la conversación, simplemente sonrió y asintió con la cabeza. Yo lo único que dije fue “¿igual?”. Y ella contestó sí. Era miércoles, por lo que sería al día siguiente que iríamos al Nobu, y muy probablemente nos brincaríamos la sesión de baile para ir directamente a un lugar íntimo.
El saber que nos veríamos de nuevo borró de mi memoria conocimientos que, según yo, estarían en mi mente por mucho tiempo. Vagamente recuerdo lo que leí al respecto de las diferentes operaciones quirúrgicas que una transfemenina pudiera tener. Desde las intervenciones para afeminar la voz y la cara, hasta la creación de una vagina, utilizando los tejidos existentes del pene. Aunque la mayoría de esas personas solo se enfocan al agrandamiento del pecho, sí hay quienes, teniendo los recursos, se operan las cuerdas vocales, la cara, la entrepierna, y hasta van por la modificación de la manzanita del cuello.
Sin embargo, todas esas explicaciones de cirugías plásticas, los diferentes tipos de tratamientos y sus mnemónicos, y no recuerdo cuantas otras cosas que leí con interés, dejaron de ser tan importantes como el estar conviviendo con una persona que pasó por eso, y quizá continuará con algunos tratamientos más. Yo ya no quería saber tanto acerca de cómo transforman su cuerpo, me interesaba más el escuchar directamente sus razones, sus planes, sueños, familias, entorno, en fin, su historia y vida en general.
Y más aún, quería integrarme de alguna forma a su vida.
Era ya más que una simple curiosidad, estaba como enamorándome, pero me rehusaba a admitir que así era. Aunque mis sentimientos y emociones eran muy semejantes a los que siempre sentí por una mujer, mi mente indicaba que no era algo así, además de que influía mucho la sociedad, los valores morales y la educación familiar, así como los consejos de profesionales en distintos entornos diciendo que no era bueno crear relaciones más allá de las laborales con personas en el mismo trabajo.
Casi todo lo externo me ponía una barrera para que abandonara mis planes con Fernanda, pero era más fuerte lo que sentía, fuera una curiosidad desmedida, deseo sexual, o hasta verdadero amor.
Yo mismo no podía creer que tuviera un conflicto interno tan fuerte. En las noches pareciera que estuviera discutiendo contra mí mismo. Por horas.
El jueves transcurrió normal, esto es, no hubo algo extraordinario en mi día, con la excepción de que las horas parecían ser más largas de lo acostumbrado.
Esta vez, al salir del trabajo y llegar a mi apartamento, tuve cuidado de seleccionar la mejor ropa interior que tenía, escogí ropa en muy buen estado y de la mejor calidad, y hasta lustré mi calzado. Sentía como que, en lugar de tener una cita con Fernanda, iba recibir a un presidente.
Esta vez, llegué poco más de diez minutos temprano al Nobu. Y otra vez, ella ya me esperaba, en la misma mesa del rincón de antes. El beso en la mejilla al saludarnos rozó apenas el borde de nuestros labios.
Comimos y bebimos no recuerdo ni qué, pues todo el tiempo me sentí nervioso, a pesar de que, según yo, proyectaba seguridad. Al terminar el postre, no atinaba si decirle que no tenía ganas de ir a bailar, sino a un lugar más íntimo, pero no encontraba las palabras adecuadas.
Ella se dio cuenta de mi duda, apartó los cubiertos y platos que quedaban en el centro de la mesa, se acercó y me tomó la mano entre las suyas y dijo:
- Ya sé que esto no es fácil para ti, probablemente necesitas más tiempo o pensarlo bien.
- No, Fernanda. Sí lo he pensado bastante, pero ya no es cuestión mental.
- ¿Cuál es tu miedo principal?
- No es miedo, es… es…
- No estás seguro, ¿verdad?
- En realidad, no, pero la balanza se inclina a que sí.
- ¿A que sí qué?
- A que sí quiero estar contigo.
- ¿Hoy?
- Sí.
- ¿Y después?
- No sé. Supongo que dependerá de lo que suceda hoy.
- ¿Te preocupa la oficina? Yo no podría renunciar, es difícil para personas como yo ser aceptadas en puestos vacantes.
- No, no es esa mi preocupación. Es, son otras.
- ¿Cómo qué?
- Pues, por ejemplo, en caso de que sigamos saliendo después, el periodo de adaptación.
- Estás hablando como si ya estuviéramos en una relación seria.
- Lo que quiero decir es, no sé qué es lo que espero darme cuenta hoy. Quizá no pase de esta noche y satisfaga mi curiosidad y ya.
- No creo que sea solo curiosidad.
- Lo que quiero decir es que no sé que es lo que espero.
- Pero si quieres verme.
- Sí, claro.
- Todo mi cuerpo.
- Sí, eso.
- ¿Y nada más? ¿No querrías experimentar algo más que la simple satisfacción visual?
- Pues sí, pero no sé como podría reaccionar. Nunca he estado con alguien como tú.
- Es obvio.
- No quise ofenderte.
- Lo sé, lo entiendo.
- Entonces, este…
- ¿Tu casa o la mía?
- Mi apartamento está cerca. Si quieres ahí.
- Me parece bien.
- ¿Pido un taxi?
- Sí, por favor, pero sería bueno antes pasar por vino.
- No, ya tengo algunas botellas, y licor también por si no te apetece las que tengo.
- Excelente. Vamos.
Ya me había esmerado en ordenar y limpiar todo el apartamento lo mejor que pude, esperando no impresionarla de modo alguno, sino que simplemente se sintiera en un lugar agradable.
El trayecto del taxi pasó en un segundo, sin intercambiar más que monosílabos. Llegamos y no atinaba como empezar la conversación y qué ofrecerle. Ella me felicitó por tener una sala tan bien ordenada y decorada, y se sentó plácidamente como esperando que un súbdito pusiera música y le trajera bebida.
Solo atiné a pedirle que me diera un par de minutos mientras iba al cuarto de baño.
Al darme cuenta de que mis calzones estaban mojados, a pesar de que nunca sentí una erección ni siquiera ligera, me entró un nerviosismo súbito que me hizo sudar frio.
Al secarme las manos me vi al espejo y me dije Es ahora o nunca. Y salí decidido a por lo menos comenzar a indagar sobre sus operaciones. Ella ya no estaba en el sillón, había ido directamente a la recámara y me esperada parada junto a la cama, ya sin zapatos. El sostén se encontraba sobre la cama. Sus firmes tetas indicaban en realidad no necesitar usarlo.
Me quedé congelado por un instante, no sabía qué decir ni qué hacer.
Se me acercó con toda la intención de comenzar a quitarme la ropa, o eso creí. Puse mis manos enfrente en señal de alto ahí, pero ella las apartó hacia los lados hábil y fácilmente, haciendo que mi saco cayera al piso, y en lugar de empezar a desabotonarme la camisa, me abrazó fuertemente, rodeando mis brazos de modo que no pudiera oponer resistencia.
Y me besó.
Y la besé.
Nos besamos, por espacio de varios minutos exploramos nuestros labios mutuamente, nos mordisqueamos, sentimos las lenguas, nos recorrimos suavemente, también con presión, y todo ese tiempo caí en la cuenta de que ella ya no me apretaba, sino que mis libres brazos también la abrazaban ya, y apasionadamente.
Las palabras ya no eran necesarias, los suaves gemidos de placer abundaban, la erección de ambos ya no me incomodaba, por el contrario, agrandaba más mi deseo de ver su cuerpo. Mis manos ya se deslizaban primero por su espalda y hombros y luego por cintura y pecho.
Comencé a quitarle la blusa, porque no solo quería tocarla, sino verla, pero ella me apartó de golpe diciendo Creo que por hoy es suficiente, el alcohol está de por medio y no estás muy seguro de lo que quieres todavía. Cuando podamos estar así sin necesidad de vino, habremos progresado.
Y con eso y velozmente, metió su sostén a la bolsa, recogió sus zapatos y salió apresurada, sin yo poder detenerla porque nunca me di cuenta de en qué momento me quitó el cinturón y desabrochó mis pantalones, los cuales ataban mis tobillos.
El clic de la cerradura de la puerta de mi apartamento me regresó a la realidad.
En efecto, me sentía mareado por las copas ingeridas, pero más todavía por la experiencia. Por fin había logrado mi deseo de tanto tiempo: sentir los besos de una transexual.
Pero, ahora mi deseo era otro, que iba mucho más allá de eso.
Un remolino de emociones chocaba con otro de pensamientos. Toda una tormenta que transformaba mi humanidad completa. Apenas tenía tiempo de reaccionar a lo que acababa de pasar en ese instante y durante las últimas semanas. Ya nada de lo experimentado fue desagradable o siquiera incómodo.
Mis doctrinas, traumas, idiosincrasias, y estereotipos cambiaron o desaparecieron. Los besos de una transexual eran tal cual los de cualquier otra persona, cargados de amabilidad, bondad, cariño, sensualidad, deseo, lujuria, y hasta muy probablemente en mi caso, verdadero amor.
Tendría que experimentarlos de nuevo, esta vez en mis cinco sentidos.